sábado, 23 de octubre de 2010

2013

Y pensar que esto ya tiene casi una década y ahora, recién, le encontré un significado, o una utilidad quizás... por lo menos, seguro que sí, un contexto .

(mhr mintiendo en fb)

Y pensar que ya había pasado casi una década desde aquel medio día soleado en Concepción en que en una orilla de la carretera después de haber aprendido una par de importantes lecciones, Iker vio un ángel. Sin embargo aquella mañana todo ese recuerdo aun le parecía tan nítido mientras dormitaba en el agua tibia de la tina, después de haber corrido más de cinco kilómetros y descansado fumando marihuana.
La ventana del décimo piso, muy grande para ser de baño, estaba abierta y el sol iluminaba todo aquel lugar. Iluminaba el agua sobre la tina en que Iker estaba, la que se había derramado en el piso y la que estaba en los grandes maseteros de las plantas que adornaban en ese baño y al parecer habían sido recién regadas. Una musiquilla agradable y desconocida se escuchaba a la distancia desde la calle.
Se levantó y se puso los pantalones. Salio del baño y entro en lo que era eventualmente su dormitorio. Las cortinas estaban cerradas y la mezquina luz que las vulneraba se concentraba en la silueta desnuda de Francisca acostada, dándole la espalda, sobre la cama; el color de su hombro, su espalda, su trasero, sus piernas y sus pies lo iluminaba todo.
Se la imaginó, así desnuda, regando las plantas que tenía en el baño, como lo había hecho asía no más de media hora. Se excitó; como siempre lo seguía haciendo después ya de los siete años que llevaban juntos. Se tentó en ir a acariciar esa silueta que se asomaba sugerente y caprichosa, pero ya había hecho ejercicio y se había bañado. Solo la contempló un segundo más para pensar en lo feliz que debería sentirse por tenerla a ella como esposa si no fuera por el hecho de que no podía dejar de ser un prófugo ni por un segundo y en más de un sentido (supongo que más de alguien entenderá)
Se puso la camisa, los zapatos, el jockey y salio del departamento. Caminó por las angustiadas y amordazadas calles de aquel Santiago. La reciente ola de suicidios de esa época había producido un hedor metafísico, o imaginario pero claramente perceptible. Cuál más cuál menos, él era parte de una generación a la que la unía un latente dialogo en suspenso, un compromiso ineludible, con el espíritu de suicidio.
Ese espíritu se desplazaba sigilosamente por las calles y plazas preferentemente cercanas a la Estación Central. Juguetón, iba de persona en persona no solo susurándoles a los oídos, también helándoles la espina dorsal y tensandoles los nervios de la cabeza y cara.
Los diarios se amontonaban en los kioscos porque un dejo de decepción y desconfianza hacia los medios oficiales caracterizaba esos años. Cada quien se recriminaba así mismo y también un poco a los demás el haber sido engañados, en cierta medida. El haber creído, por tantos años, para algunos, que esa era democracia, o el haber creído en la democracia en sí, para otros. Para los fines es lo mismo, se habían sentido cómodos, dejaron pasar tantas cosas, y por eso ahora debían lidiar con toda clase pesadillas y con la amenaza de un futuro incierto.
Por mientras él se escabullía por calles aledañas sin ningún sentido, sólo con el fin de despistar a sus acechadores, aunque sabía que por mientras, todavía serían inofensivos. Se movían como sombras, se los encontraba en cada esquina disfrazados de cantidades de forma. Lo monitoreaban todo el tiempo, esperando un paso en falso de su parte. Aunque se sentía preso por momentos, poseía la experiencia, astucia e intuición para darse cuenta como se movían sus acechadores y que pasos no debería dar. Todos los días el ritual se repetía. "Tarde o temprano encontraría la forma de burlarlos" pensaba.
Recién al medio día, cuando ya se había nublado, se atrevió a cruzar la Alameda. Un Hombre alto y de lentes oscuros estaba del otro lado "oh, son tan estúpidos" pensó y saludó al hombre haciéndole una reverencia y regalándole una sonrisa irónica. El policía solo desvió la mirada.
Entró por las calles que iban hacia el oriente esperando que en cualquier momento sus acechadores irrumpieran; ya los había provocado, ahora deberían saber fehacientemente que él estaba al tanto de su treta; era solo cosa de tiempo. Llegó a una plaza donde se sentó a aguardarlos.
Pasaron unos quince minutos y se levantó para volver al departamento y justo en ese momento escuchó que alguien lo llamaba: "Iker, Iker". Giró y vio a una niña que le pareció en el momento no mayor de 17 años, cabello castaño, tez clara y ojos con signos de sueño. Llevaba unos pantalones de buzo y unos calcetines chilotes por sobre ellos. Solo la miró extrañado intentando recordar de donde podía conocerla, pero antes de que pudiera decir algo, se le acerco y le tomo el brazo derecho y miró la palma de su mano como si fuera a leerla, pensó que era una gitana o algo por el estilo, así que iba a decir que no le interesaba ese tipo de servicio, pero justo en ese momento sintió un impacto como de electricidad y quedó paralizado. Intentó sacudirse como pudo, pero solo podía mirarla a ella que estaba con los ojos fijos en su mano. La vista se le empezó a nublar y con lo ultimo de fuerza logro dar un débil alarido y perdió completamente el conocimiento.
Cuando despertó ya era de noche y estaba sentado en un paradero muy cerca del departamento donde vivía. Conservaba el reloj y la billetera, comprobó. Se levantó y le dio una patada a uno de los pilares laterales del paradero solo para aliviar la impotencia. Se sintió vulnerado, no esperaba un ataque como ese. "¡una niña! -pensó- esta vez fueron más lejos de lo siquiera imaginable!".
Cuando entró al departamento se percato de que Francisca ya estaba durmiendo. Iker se metió en la cartera de ella y sacó el teléfono y le conectó unos articulares grandes, busco la marihuana y se la fumo escuchando una música gitana mientras miraba por la ventana. Se quedo ahí toda la noche observando los autos, muy preocupado por las nuevas técnicas de sus perseguidores. Miraba los autos en la calle si alguno le parecía sospechoso y realmente todos o ninguno; le habían dislocado la intuición.
Cuando amanecía sintió los pasos Francisca y el sonido de la ducha, ella salió hacia la sala donde estaba Iker, ya iba vestida como para trabajar.
-¿A que hora llegaste anoche?-preguntó Francisca- No te sentí.
-Sí, se me hizo tarde conversando con algunos excompañeros de la U con los que me encontré -mintió sacándose los auriculares, manteniendo la vista en la calle.
Ella solo suspiro insinuando incredulidad y dijo:
-Oye, hable con una amiga de la pega -cambió de tema-, el esposo de ella trabaja en esa ONG que te había contado y dice que ahí necesitan sociólogos; así que si me pasas un curriculum...
-No tengo nada impreso ahora -interrumpió siguiéndola con la mirada mientras ella se hacía un café.
-Mándamelo al correo ahora, desde el celelular -concluyó apuntando el aparato que tenía en las manos.
Iker asintió con la cabeza pero no lo envió.
Francisca termino su café y se despidió de él con un beso.
Cuando ya se encontraba solo, Iker pensó que mejor sería irse del departamento. Por su seguridad y sobre todo por la de Francisca.

domingo, 17 de octubre de 2010

Sobre la Fe

El mundo se ha ido

tengo que llevarte en brazos (Paul Celan)

Alguien podría pensar que Cristóbal experimentó resignación, que había dado por perdidas a su amada y a su hija, como si eso fuese posible. Lo que realmente le pasó a Cristóbal es una sensación mucho más antigua y olvidada. No una disfunción de la mente como la neurosis, más bien un estado de excepción como el deja vù. Es la fé. A pocos les pasa esto en nuestro tiempo, solo a algunos soñadores e idealistas. Se trata de hacer de lo futuro una sensación presente; o sea, se siente que aquello que va a pasar como si ya hubiese pasado en otra dimensión distinta al tiempo y al espacio. Se desea tanto algo que llega al punto de ser una carga sobre los hombros, que en un momento determinado es quitada. Se acaba toda duda, se van las contradicciones y se recibe lo esperado en otra dimensión de la conciencia. En este caso ni siquiera había sido necesaria toda aquella conversación. Cuando Cristóbal escucho Luz otoñal, lo supo; no podía ser de otra forma. Estarían juntos. De esa manera, semanas después cuando se enteró de que Vivianne y Víctor habían terminado su relación, no hizo nada, ni siquiera se alegró más de lo que ya estaba, como si lo que tanto anhelaba ya estuviese con él en otra dimensión. Portaba a Vivianne y a Daniela el los brazos del espíritu. Cuando caminaba por los parques, en lo cerros, en las calles, en las micros, siempre estaban con él, en él.

Fue un día de septiembre en que el viento soplaba suave y calido en el Parque Ecuador, en que Vivianne encontró a Cristóbal dibujando, sentado en su puesto habitual. Ella se acercó. «Hola Batito», le dijo. Llevaba a Daniela en un coche.

Cristóbal le pidió que se sentara con él. Hablaron de pintura durante una media hora y Vivianne dijo que se iba. Él empezó a ordenar sus cosas, para irse. Ella le dijo que no era necesario. Él insistió. En el camino hablaron de libros y música. Finalmente ella le dio su teléfono, para seguir conversando.

Al día siguiente Cristóbal la llamó. Hablaron una hora aproximadamente. Fundamentalmente de viajes que habían hecho y que pensaban hacer. De playas, de desiertos de paisajes y de Walt Whitman. Él terminó invitándola a su taller, del que ella ya había oído hablar; quedaron al otro día en la plaza. Ella nunca llegó. Él la llamó y ella le dijo que había estado ocupada ese día y al día siguiente también lo estaría. Él sabía que no era cierto, pero insistió y la llamó al tercer día. Ya Vivianne no tenía más excusa.

Ahí estaba, sola con Cristóbal en aquel lugar. Hicieron el amor. Fue muy distinto a aquella primera vez, en que él estaba muy nervioso y ella muy drogada. Simplemente se miraron y sabían sin planearlo que pasaría. Él la miró inquisitivo como esperando una respuesta sin preguntar. Ella agachó la cabeza. Él se acercó lentamente y puso su frente en la de ella, acarició sus brazos desnudos. Ella apoyo sus manos en la espalda de él, como si fuera un pilar o un muro sobre el cual descansar todas sus dudas y confusiones. La besó y cayeron al colchón que estaba todavía en el suelo. El la desnudó de manera perfecta, como si sus manos conociesen cada hendidura, cada irregularidad de su cuerpo de toda la vida. No tuvo tiempo para dudar, cuando ya estaba entregada en cuerpo y alma. Como si realmente fuese cierto aquello de las simetrías de las que hablaba Cristóbal. Pensó Vivianne.

Su cuerpo estaba junto a Cristóbal, su cabeza sobre su pecho, mientras Cristóbal fumaba y le contaba cosas que inventaba. Cosas sin mucho sentido. Ya no hacía falta el sentido entre ellos. Ella en cambio temblaba y no de felicidad; tampoco de arrepentimiento, sino de miedo de aquel que estaba a su lado. No se trataba del amor tampoco. A estas alturas lo único que sabía es que no sabía que significaba aquello. Solo que intuía que la persona que ahora estaba a su lado había empezado algo en ella que no podría revertir, algo que nadie más iba hacer por ella. Intuía que él había resuelto con el destino lo que finalmente había pasado.

Cuando al fin Cristóbal se durmió, ella se levantó, se puso la camiseta lila de Deportes Concepción, que estaba sobre un velador, caminó descalsa por una suave y tibia alfombra, miró los cuadros. Hipnóticos. Fue lo primero que pensó. Miró el conjunto de los cuadros y sintió aquello que Cristóbal ya había pensado, esa continuidad temática en los cuadros. Le aterro esa idea, sintió que en Cristóbal había algo de verdad raro. No pudo evitar sentirse como una mosca atrapada en una muy extraña y onírica telaraña, que era ese lugar. Estaba segura de que en el tiempo el terminaría por derribar todas sus defensas, las que la enfrentaban con el mundo incluso con ella misma. Cristóbal era parte de su vida, de su madurez. Era la oportunidad que la vida le había dado para reconciliarse con el mundo y con ella misma. Aunque estaba lejos de creer en todo lo que decía Cristóbal sobre las simetrías, el destino y todo eso, en eso si tenía razón; ellos dos se atraían mutuamente, sus almas y cuerpos no soportarían el paso del tiempo estando cerca sin estar juntos. En eso pensaba cuando el equipo de sonido se prendió sólo, por un asunto de programación o algo así. Lo milagroso o mágico es que escuchó en ese momento, en ese lugar, junto a aquel hombre, la música más hermosa e hipnótica que creyó haber escuchado jamás. Era King Crimson. Walking on air.

Después de dos meses Cristóbal consiguió trabajo en la Universidad de Concepción en un proyecto de investigación arquitectónica. Inmediatamente arrendó un departamento donde se llevo a Vivianne y a Daniela. Ella empezó trabajar en una revista de Teoría crítica y contingencia, en la que Cristóbal también escribía de vez en cuando, sobre cartografía y Genealogía urbana. Vivianne también comenzó a trabajar con un equipo, en diversos documentales, críticos del desarrollismo irreflexivo y el neoliberalismo.

Por su parte Cristóbal insistía en leerle a Daniela libros de filosofía, pese a que a Vivianne no le gustaba. Ella prefería la poesía. Cristóbal decía que daba lo mismo, lo importante era el tono en que se leyese, si total de todas formas iba a entender lo mismo Hannah Arendt o Violeta Parra. Aunque en su fuero interno quería que ella creciera con la filosofía y la poesía en la piel, que supiese, a diferencia del general de los padres, aquello que él y Vivianne ya sabían. Que los sueños y las utopías solo existen para hacerlos realidad. Que finalmente, pese a todo, somos libres y es posible cambiar las condiciones facticas de la existencia; si no nos gustan, si lo deseamos y si luchamos por ello.

martes, 12 de octubre de 2010

I

Llevo toda la mañana en las afueras del German Becker, tratando de escribir el avance del proyecto que se supone debería ser entregado mañana. El que yo mismo me comprometí tan firmemente a tener listo. "Confiamos en ti" me dijo uno de los viejos dirigentes del Deportes Temuco.
Vine acá pensando que el aire me oxigenaría un poco los sesos y podría al fin tirar algunas lineas por lo menos pasables; una cosa así de nivel universitario, o que por lo menos se note que tengo enseñanza media porque lo hasta acá intentado, de verdad que se parece a mis trabajos de enseñanza básica y no solo por la caligrafía, que siempre ha sido igual, pero a eso que le vamos a hacer.
Alguna vez escribí cosa bastante decentes, y sin hacer mayor esfuerzo, y no creo que haya sido solo un golpe de suerte, yo creo que el problema aquí es otro. Yo creo que mi mente excede el ejercicio de la escritura, así de simple. Apenas me siento frente a un computador o un cuaderno, me pasa que mi mente se dispara. Se me agolpan un sin numero de recuerdos, de los más variados tipos. Yo soy de ese tipo de gente, ese tipo que si no tiene un problema que se pueda arreglar con numeritos se hunde irremisiblemente en el más deprimente y retrospectivo tedio.
Lo que yo debería hacer es levantarme de aquí e ir por una cerveza, o mejor aun, por una agujita de marihuana que me pinche el cerebro para descomprimir y disipar todas las distracciones. Estoy convencido de que si pudiese doparme de alguna manera, no importa lo alterado que quedara, podría escribir con mayor facilidad que en este maldito estado en que me encuentro hoy, sobre estimulado por todos lo flancos, mal en verdad, mal y de la nada ¿o será de de la presión... de la presión de tener todo listo mañana? o tal vez sean los recuerdos, todos tan intensos en sus diferentes formas. Dolor y vergüenza son su contenido, mayormente. ¿será que la forma en que se ha dado mi vida importe tanto, o más bien se tratara de un asunto de aburrimiento al que me veo enfrentado cada vez que surgen este tipo de problemas?
Y precisamente ahora tenían que llegar unos evangélicos a predicar su mensaje a grito pelado. No los veo, están a unos cuatrocientos metros de mi posición, a la vuelta de una equina. Vociferan sobre el cielo y el infierno, principalmente.
"¡ Arrepiéntete!" suena como consigna. Y yo pienso: "tengo muchas cosas de las cuales arrepentirme ¿pero qué gano con eso? o ¿que se supone que debería hacer para que tal gesto tenga algún sentido?"
Tal vez debería ir a hablar con ellos, para que me expliquen como se supone que el arrepentimiento podría abrirme las puertas del cielo -ojala en la tierra-. Supongo que me dirán que tengo que cambiar mi estilo de vida entre otras cosas. Pero mi actual estilo de vida no tiene nada de malo, aunque tampoco mucho de bueno. Pero sé que no se trata de eso.
"Ninguna moral puede cambiar el pasado, ni siquiera ayudar a superarlo" pienso, quizás a modo de escusa para no intentarlo. Soy un hombre perezoso.
En fin, solo quisiera poder escribir, trabajar, plasmar mis ideas sobre cualquier material significante, sin que el pudor de cada pequeño detalle de mi vida surja como si fuera un hedor subterráneo y putrefacto.
(Putre-facto. Fáctico, consumación, fatalidad, imposibilidad de cualquier otra cosa. Una tragedia)
Estas lineas ociosas son una imposición, no tengo ninguna otra idea para poder despejarme y seguir con mi trabajo, en el caso de que mi problema sea aburrimiento o un déficit atencional; o definitivamente destaparme y seguir con mi vida, si se trata de arrepentimiento o superar el pasado. No lo sé.
Me tiendo en el pasto con la libreta abierta a mi lado, y el lápiz encajado en la tierra húmeda, entremedio del pasto. Entrecierro los ojos mirando al sol a través de las hojas de un árbol cualquiera, y siento como un recuerdo empieza a intensificarse, lentamente, como el sonido de un tren que se acerca a la distancia. A los segundos el recuerdo es tan intenso que podría vomitarlo, pero antes tomo el lápiz y la libreta como aferrándome a ellos, como me aferré a una roca alguna vez después de caerme de una balsa en un rápido, haciendo rafting, cuando tenía quince años. Así comienzo a escribir como si se tratara de nadar, como si me fuera a salvar la vida.
Puedo verme despertando en el piso del departamento de Lissette. Estaba acostado en el sofá frente a la tele, pero al parecer me había caído mientras dormía. Me levanté y fui al baño, pero estaba ocupado; así que me puse a esperar sentado en el brazo del sofá que daba precisamente a la puerta del baño. Al abrirse la puerta apareció Ana Emma --lo había previsto--, estaba en su ropa interior negra, con el tirante del sostén caído a la altura del brazo. Se asomaba inexactamente uno de sus suaves y perfectamente oníricos pechos. Su cabello negro azabache enmarañado, y las marcas de la resaca en la cara, pero con el rimel y el labial oscuro intactos.
--La Lichy se fue a la u --dijo, mientras apoyaba el hombro sobre el marco de la puerta y cruzaba las piernas de manera indiferente, mientras yo la miraba prendiendo un cigarro, y sonriéndole de una manera que me parecía lo suficientemente lujuriosa y explicita como para que entendiera mis intenciones matinales sin decir nada más.
Ella solo río y miró al techo en actitud de hastío o desafección, y dijo: "ahora estoy cansada, voy a seguir durmiendo" y se fue a la pieza de Lissette.
Yo me metí al baño y me mojé la cara, dejando el cigarro a un lado y luego me puse a mear mientras cantaba con el cigarro entre los labios, Schism de Tool puede haber sido, no estoy seguro. "Tengo que irme" pensé. No es que me haya afectado mucho, pero el rechazo de Ana Emma había sido una especie de señal. Llevaba tres días completos, encerrado en el departamento que las niñas compartían. No hacía nada, si había algo que comprar, una de ellas iba. No me permitieron hacer nada, ni lavar un plato. Yo solo estaba ahí para ser consentido (y como objeto sexual), y de verdad me sentía muy agradecido, nunca había sido tan bien tratado en toda mi vida, pero ya era hora de marcharme.
Busqué mis anteojos y no los encontré así que me metí a la pieza de Ana Emma y tomé unos de ella. Eran pequeños y se me veían extraños, pero no importaba si me protegían del insoportable sol de Santiago.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor que daba a un pasillo angosto que terminaba en la puerta de la calle, vi entrar por ella a Lissette. Solo le sonreí. Me extraño que hubiese llegado tan temprano. Pero antes de que yo siquiera abriera la boca se me vino encima raudamente y me dio un abrazo apretado. "Tu familia te anda buscando urgente" me dijo sin separarse, con la boca apretada sobre mi camisa. Yo solo la separé tomándola por la cintura, y le pregunte "¿Qué pasa?" ella no respondió y la tomé por los hombros de una manera un poco más brusca.
--Parece que tu abuelito se murió-- respondió con un hilito de voz.
--¿Parece? --pregunte, bruscamente, apretando sus hombros de nuevo.
--Suéltame --se quejo ella.
Le pedí su celular, para marcar el numero de mi madre.
--¡Alo!-- dije bruscamente al comunicarme.
--¡Esteban, donde estas! --era la voz de mi padre que reconoció en seguida la mía.
--¡¿Que fue lo que paso?! --pregunté ignorando su pregunta.
-- Tu abuelo falleció el jueves de un paro cardíaco y ayer lo enterramos --dijo--. Hicimos hasta lo imposible para encontrarte. Llamamos a la Universidad, a casi todos tus compañeros y nadie sabía nada ¿cómo es posible que te hayas desaparecido así cabro huevón?
Ni siquiera me había acordado del celular, "debí haberlo dejado en el departamento" pensé.
--¡Cállate! --exclamé yo-- ¿Ahora me vas a culpar por no haber estado en el entierro? Eres un huevón descarado y autoritario.
--¡Qué te crees pendejo de mierda para venir a hablarme así! --dijo mi padre--. Eres un inconsciente de mierda...
--¿Tu me vas a dar clases de moral? --envestí yo mientras seguía insultándome-- tu abandonaste a tu propio padre en un asilo como si fuera un perro, nunca más lo fuiste a ver. Yo no estuve ahora pero siempre fui el único que estuve con él. No pidas que tus hijos te respeten si tu no supiste respetar... ¡basura! --concluí.
Mientras decía esto note que Lissette comenzaba a retirarse, así que le extendí su celular devolviéndoselo, entretanto todavía se escuchaban los ladridos del viejo por el auricular. "Le va a dar un colapso nervioso" pensé.
Caminé hacia la puerta y Lissette me miraba parada en la mitad del pasillo. "¿Quieres que te acompañe Roque?" alcanzó a decir antes que yo saliera. Le respondí con un innobjetable "quiero estar solo" mostrandole la palma de la mano.
Algunas horas más tarde yo estaba perdido en las calles de Santiago. Había caminado mucho en busca de un lugar ad hoc para el momento. Compré una botella de pisco y una cajetilla de cigarros y me introduje en la Estación Central. Me puse a caminar por la linea. Lo hice hasta que la noche ya había terminado de caer y la oscuridad santiaguina había alcanzado dimensiones que desconocía. Ahí descubrí calles no solo olvidadas sino que también impensadas, inimaginables; me parecieron. Todo olía a metal y resina, el sonido de la ciudad era un solo un murmullo indistinguible, y había una cantidad de gatos sucios y famélicos que me pareció absurda, de todos los colores y formas.
Me senté a la orilla de la linea cerca de unos locales cerrados con cortinas de lata que se veían muy antiguos, "tal vez abandonados" pensé. Se distinguían en la oscuridad unos rallados que me parecieron muy punks, predominantemente. Daban la impresión de tener décadas allí. De hecho puedo recordar una frase ecologista o que tenía que ver con la liberación animal, que llevaba la firma de Titan 1994.
Mientras me terminaba mi botella de pisco puritano, intenté con todas mi ganas llorar a mi abuelo. Ni una sola lagrima pudo abrirse paso entremedio de aquella espesa telaraña de desconcierto y sinsentido que había crecido tras mi ojos. Mi mente ya hacía tiempo albergaba una araña, así lo sentía. Una araña que iba complicándolo todo, poniendo un manto de duda e inseguridad sobre cada cosa, sobre cada paso que daba, sobre toda certeza, cada sentimiento o sensación, reduciendo lo que yo llamaba realidad a su más mínima expresión. "Esto no puede terminar sino en el suicidio o en el manicomio" me dije a mi mismo en ese momento mientras acariciaba un gato muy sucio. Me sentía desprendido de la vida y de lo "humano".
Mi abuelo "don Roque" fue siempre, para mí, una conexión con el mundo. Supongo que hay mejores formas de explicarlo, pero es como si él me hubiese enseñado a vivir. Aprendí la relación con la vida (sujeto-objeto), con las cosas, con las personas y con los sentimientos a través de él.
Me bautizaron con su nombre, como homenaje y tal vez esperando que el portar su nombre me transmitiera su carácter e impronta. Aunque a mi madre nunca le gusto del todo, así que siempre me llamó "Esteban", y todo el mundo me llamaba así, hasta que yo mismos decidí presentarme con la gente como "Roque". O sea que solo en mi casa se me llama "Esteban".
Mi abuelo fue un hombre muy querido y admirado en Temuco. Me había tocado asistir a algunos homenajes muy bonitos que se le hicieron por parte de la municipalidad y también el club deportivo.
Yo lo acompañaba al estadio todos los fines de semana en que Deportes Temuco jugaba de local. Incluso viaje muchas veces, a diferentes partes de Chile, siguiendo al equipo. Nos hospedábamos en los hoteles junto con el mismo equipo; la mayoría de las veces.
Todo esto desde muy niño, ocho años o tal vez menos, recuerdo haber hecho largos viajes, conversando todo el camino con Don Roque, aprendiendo de su manera de ver la vida, la historia, el fútbol, el ajedrez, las mujeres y un largo etcétera.
Que decir de las importantes gestas del club, el como viví las celebraciones de los asensos y los campeonatos; o los descensos. La agonía de la gente frente a la templanza de Don Roque, fueron quizás los momentos en que escuche las reflexiones más profundamente sabías de boca de mi abuelo, incomparables con nada que haya escuchado o leído jamás. En Fin.
Incluso por un corto periodo de tiempo intenté jugar en las inferiores del club, pero no funcionó, no tenía el físico ni la resistencia ni mucho menos el carácter. Con el tiempo me deslicé subrepticiamente a un mundo más oscuro, más complejo, mas peligroso y también más hermoso que el fútbol. La música.
Nunca aprendí a tocar bien un instrumento, pero sin darme cuenta me atreví a ingresar en un laberinto inestable y caprichoso, una geometría de la indeterminación que ni Heisenberg. Pero yo tenía mi voz (mi voz y mis huevos), profunda y expresiva pero nada limpia; aunque siempre tendré la duda de que si finalmente basto para resistirla o si finalmente todo lo que vino después fue producto de mi incapacidad ante toda esa indeterminación autoimpuesta. Si fuese Ulises frente a las sirenas hubiese sucumbido por carecer de estrategia y confiar ciegamente en mi resistencia (y mis huevos).
Poco a poco dejé de acompañar a mi abuelo al estadio y comencé a ocupar los fines de semanas y cada espacio de tiempo que tuviese disponible para ensayar, componer, escuchar música o juntarme con compañero que también experimentaban esa misma inquietud compulsiva. Los mismas que a la larga se convirtieron en mis amigos.
Sin embargo la relación con mi abuelo seguía siendo la relación más relevante y profunda de todas mis conexiones con el mundo. Cuando me enamoré por ejemplo (la única vez) fue a él a quien contaba lo que me pasaba y de paso el me aconsejaba. Era fascinante como encontraba soluciones para todo. Era un jugador de ajedrez brillante; el ajedrez no es muy distinto a la vida, o por lo menos esa filosofía siempre funciono para el y para lo que buscábamos sus consejos. Yo siempre fui un muy mediocre jugador de ajedrez. En fin.
Fue solo cuando entre en la universidad en Santiago que a mi padre se le ocurrió la desgraciada idea de internarlo en un asilo. Me pareció tan injusto... lo hizo porque sabía que de haber estado ahí yo no lo hubiese permitido. Mi padre me tenía miedo y no se hubiese atrevido a hacerlo.
El mismo día que cumplí dieciséis años, me peleé con mi padre por insultar a mi madre. Lo golpeé de tal forma que fue a dar al hospital. Después de eso no volvió a aparecerse por la casa durante seis meses, estaba viviendo con su secretaria, su amante de turno. Mi madre se entero pero le permitió volver, y fuimos de nuevo una familia tan horriblemente normal como siempre. A mi me parecían una maldita oda al conformismo. Sentía lastima por mi madre, la amaba, sí, pero era la lastima el sentimiento que predominaba. Definitivamente.
Ella decidió pagarme la estadía cuando obtuve el putaje suficiente para estudiar en una universidad en Santiago. Lo hizo echando mano a una herencia suya. Mi padre rara vez me dirigía la palabra, pero supongo que se opuso a esa idea.
Yo viajaba una vez al mes a Temuco, fundamentalmente para estar con mi abuelo, jugar ajedrez y conversar. Nadie más lo hacía, ni siquiera mi hermano. Todos estaban demasiado ocupados.
"Espero que algún día cosechen lo que sembraron estos maricones egoístas" fue lo que pensé mientras bebía el ultimo sorbo de pisco y fumaba el ultimo cigarro de la madrugada.
Desperté tirado sobre el frió pavimento con una terrible jaqueca, la camisa sudada en la espalda y las axilas y un decaimiento del tamaño de un suicidio ferroviario, aunque de distinto color, era un matiz distinto al de los suicidas el negro en veía la vida esa mañana.
Decidí, para ser consecuente, no volver a Temuco durante un tiempo; no había estado para el entierro; qué más me podía importar. Era septiembre así que me mantendría en Santiago hasta diciembre o enero, pensé.
Durante esos meses me refugié en el departamento de Lissette, en su mundo, en su sexo, en su locura y sus perversiones, a las que algunas veces Ana Emma, su compañera de departamento, se prestaba (para mi deleite). Ellas llevaban una relación amorosa paralela a mí, lo cual estaba muy lejos de molestarme.
Me sobreprotegió siempre; desde que el primer día, creo que era una suerte de instinto materno y la intuición de que yo jugaba mucho con la idea del suicidio y por alguna razón, que desconocía, ella se había impuesto como meta y sentido de su vida el impedir que yo lo llevara acabo.
La conocí en la entrada de un cine. Se me acerco y me ofreció un pito antes de entrar, luego yo le invite una cerveza a la salida. Después me dijo que se me había acercado porque ese día yo le había parecido muy similar a Arthur Rimbaud en la apariencia. Yo solo sonreí, no le quise preguntar de quien estaba hablando; no quería quedar como un "sureño ignorante".
Ella era pequeña y muy delgada, pero aquella vez me apabulló. Era una santiaguina con un vestido negro, largo y ¡corset!. La piel blanca y labial negro. Además de que hablaba de literatura, de música, de cine y hasta de teatro con una familiaridad que yo nunca había visto.
Fue una semana después cuando en una reunión con sus compañeros a la que me había invitado, en que comprendí que en ella era alguien en quien podía confiar. En un rincón olvidado me hizo sentir la inaudita levedad de su cuerpo aferrado al mio, y sus gemidos y suspiros perturbadores pero a la vez transparentes como si fuesen música... sí, esto puede sonar a contradicción con lo que había dicho anteriormente; pero sí hay una transparencia en la música, no en ella misma sino en ese "pobre mortal" que se encuentra detrás, el músico, que busca desesperado lo que jamás encontrara, poniendo en juego sus entrañas, su intimidad, su subconciente si se quiere. Como la música, el sexo con Lissette no serían desde ahí, ni entretención o placer vacío, sino una búsqueda.
No trabajaba y casi no estudiaba. Ella quería hacerme leer sus libros de Baudlaire, Camus, Sartre y el propio Rimbaud, para no estar tan ocioso, pero yo ni siquiera tenía animo para eso, además que no le encontraba mucho sentido si se trataba de las cosas que hablaba ella, que a esas alturas ya me parecían pura retorica vacía. "Tu deberías leer a Einstein" le decía yo, "¿tu lo has leido?" preguntaba ella, "no, pero lo entiendo" respondía yo.
Yo solo buscaba incesantemente hacer el amor con Lissette. Desde mis primeras experiencias el sexo fue para mí, a contracorriente de la religión, una manera de purificarme, de dejar ir todo lo sucio, todo lo perverso; Una manera de dejar de ser "yo triste" y ser el "yo desnudo", que era la contraparte del primero, nunca existió un "yo alegre". En fin, era dejar de ser yo para volver a ser yo.
Una mañana estaba en la cama con una pinza y un encendedor peleando por sacarle lo ultimo de marihuana a la cola de un pito cuando Lissette salió del baño totalmente desnuda y salto a la cama montándose sobre mí.
-¡Que te pasa! -exclamé yo sacudiéndome la cola y las cenizas del pecho.
-Follame -me pidió, mientras me frotaba su sexo. Con esos españolismos que al principio me eran irresistibles pero cada vez menos.
-¿Cómo? -pregunté para que lo repitiera.
-Como los conejos- me susurró.
-¡Oh conejita! -susurre yo con intensidad.
Obedecí al píe de la letra; era bueno empezar el día así.
Cuando habíamos terminado ella se acurruco a mi lado, mientras yo fumaba.
-¿Me quieres? -me preguntó.
Me sorprendió la pregunta, definitivamente no eran los términos con los que acostumbrábamos a relacionarnos; no era parte de nuestro lenguaje, creía yo. Le respondí que sí, "que más da" me dije, "de alguna forma es cierto".
-Yo a ti te amo - concluyo ella.
"Eso si que fue un giro", pensé en el momento.
Me levanté y le dije que me iría a la universidad. Salí del departamento pero nunca llegué a destino. Me quedé sentado en el anden del Metro, pensando en Lissette, y en el extraño dialogo que habíamos tenido. Ademas ya no tenía mucho caso ir, tenía un ramo ya reprobado y dos casi; eran necesarias verdaderas hazañas si quería aprobarlos y no estaba de animo para eso. Decidí adelantar mi viaje y replantearme el futuro, porque era seguro que me iban a quitar la beca y muy probablemente me iban a expulsar por bajo rendimiento. "Supongo que la muerte de mi abuelo influyo, pero tal vez necesito ayuda psicológica, si me dieran pastillas sería ideal", pensé.
Llevaba tres años estudiando ingeniería, "tal vez más adelante podría continuar, ya veré cómo" me dije.
Antes de una semana ya tenía todo listo, había arreglado mis cosas y finiquitado el contrato con el arrendatario.
Había hecho lo posible por evitar a Lissette; ese ultimo intercambio de palabras me había dejado un poco hastiado. Sin embargo una de esas noches me llamó y me pidió que nos juntáramos en el Parque Almagro, justo abajo de donde estaba ubicado mi departamento. Ella ya estaba abajo, así que no puede evitarla. Nos sentamos en un banco y ahí fue donde me contó que estaba esperando un hijo mío.
"¡Qué le pasa! -me decía mientras ella me contaba-. Así que de esto se trataba esa actitud y esas palabras melosas. Esta muy asustada y todo, por eso busca algo a que aferrarse, pero... ¿cómo pudo pensar que aquel raquítico "te quiero" podía significar algo?" estaba desesperada.
No le pedí que abortara. No me atreví. Yo era demasiado un macho conservador sureño, o demasiado poco... para la finalidad era lo mismo. Pero la verdad es que no quería ser padre. No tenía problemas económicos, era más bien un asunto emocional; de madurez. Antes de llegar a mi departamento, después de despedirnos yo ya había decidido que no sería el padre de ese bebe. "No va a ser ni el primero ni el último niño con un padre ausente. Tener padre no significa nada, no asegura nada. Yo tengo una familia convencional y soy un desastre. Estoy seguro de que sin padre yo hubiese estado mejor", concluí.
Tal como lo había planeado volví a Temuco. A la casa de mis padres, la ex casa de mi abuelo prefería llamarle. Una casa grande con un amplío terreno, donde mi pieza se encontraba a unos 20 metros retirada de la casa en sí. Había que cruzar un jardín...
Al llegar pasé a saludar a mi madre y le conté que ya no estudiaría más. Me dijo algo; una recriminación supongo, pero la ignoré completamente, incluso mi padre intento provocarme más adelante, pero sus opiniones me tenían sin cuidado.
A la semanas encontré trabajo en un video club en el centro. El tiempo me pareció que pasó tan inerte, rectilíneo y mecánico, que casi no tengo muchas imágenes de esos días ahora. Ni siquiera había amigos: por alguna razón habían desaparecido, o tal vez yo no había hecho nada por buscarlos. Aparte de trabajar, fumaba como un desquiciado y en las noches hablaba con Lissette, dos o tres horas. Más que hablar divagábamos, aveces nos quedábamos callados en el teléfono por varios segundos, incluso minutos, como adolescentes. Y nunca tocamos el tema del embarazo.
"Pobrecita -pensaba yo-, esta asustadicima. Intuye mis intenciones" pero yo no podía hacer nada para tranquilizarla, no estaba en mis manos. Después de todo, por esos días yo mismo estaba en estado de negación. El encuentro tácito de la muerte con la nueva vida, como es obvio, me termino por derrumbar.
Nunca sabré en que iba a acabar toda es monotonía autocompasiva si es que no hubiese sido interrumpida providencialmente por un fugaz acontecimiento.
Un viernes de los primeros días de marzo, cuando aun quedaban algunos pocos turistas del verano, subo a una micro y ya dentro con el primer golpe de vista hacia el interior la veo... concreta, real; ya no un espejismo o un invento de mi necesidad. La primera, la única, la de siempre. Risueña, frágil, toda ella es para mi la curvatura en el tiempo y el espacio o la puerta hacia lo mágico, hacia lo otro, si se prefiere.
Mientras me acerco siento latir mi corazón después de mucho tiempo. Noto que usa una polera de Depeche Mode y pienso: "fue conmigo que conoció a esa banda" eso me da más seguridad.
Está parada en el medio del pasillo junto a sus dos amigas de siempre que están sentadas a lado izquierdo de la micro. Ellas son las primeras en verme y le avisan de mi precedencia mientras ríen cómplices. Me acerco y la miro fijo por un espacio de tiempo de longitud subjetiva. Ella se apresura a darme un beso en la mejilla que yo apenas atino a corresponder.
Antes de que la situación se comience a tornar incomoda, por casualidad, justo se desocupan dos asientos contiguos a la derecha del pasillo y la invito a sentarse.
-Cuanto tiempo sin verte Roque -me dice ya sentada junto a la ventana-. Supe lo de tu abuelito, pensé en llamarte pero...
-Sí. No te preocupes -Interrumpo-, sobreviví.
-¿Y como esta la universidad? -Me pregunta.
-Bien... normal, no mucho que contar -Miento-. ¿Y tu vas a estudiar este año? -pregunto.
-Sí -me responde-, en dos semanas me voy a estudiar a Uruguay. Cine.
-¡A Uruguay...! -digo conmocionado.
-Postulé a una beca.
-¡Cine! - repito el tono.
-Je, je -sonríe ella y noto que se sonroja-. Es que postulé a la beca después de ganar un concurso de cortometrajes en Uruguay. ¿Te acuerdas de ese guión que escribiste?... debí haberte avisado, lo sé, pero...
-No importa -interrumpo- yo te lo regalé, es tuyo -y por primera vez la miro a los ojos.
Ella me avisa que me tengo que bajar, pero no le hago caso y sigo una cuadra más intentando inútilmente encontrar palabras dignas de lo que ella significa para mí. Cuando me rindo ella se despide:
-Adios Roque. Chatiemos alguna ves.
-¿Chatiar? Caray Pía, no conozco muchos esas cosas - Digo parodiando a mi abuelo y ella se ríe con cierto recelo o morbosidad.
No fue una conversación fluida, no hubo química, ni magia, ni frases asertivas. Incluso por momentos se noto una evidente incomodidad. Pero indudablemente algo me pasó... pasó que durante no sé cuanto tiempos yo había deambulado por espacios y tiempos siempre inconclusos, fragmentados y discontinuos; pero frente a ella, soló frente a ella, por fin me sentí en casa. Aunque llevaba en Temuco tres meses me seguía siendo tan ajeno como Santiago o cualquier otra parte. Estar con Pía era todo lo que necesitaba, aunque fuese de esa forma tan precaria e imprecisa.
Pienso y pienso en el cómo fue que se acabó lo nuestro, mientras camino y fumo por la vereda de la calle: "Podría enumerar una larga lista de razones, desde la distancia cuando me fui a estudiar, para empezar. Pero ni siquiera la suma de todas estas razones logran satisfacerme como explicación. La verdadera razón me resulta muy oscura e inenarrable. Es como si simplemente la hubiese perdido -nunca estuvo mejor usada esa analogía- o como si se hubiese internado en un lugar donde me era imposible seguirla".
>>"Pía, Pía, Pía..." suspiro y repito incansablemente. Nos conocimos cuando ambos teníamos doce años de edad, y desde ahí nunca ha pasado un solo día en que no haya pronunciado ese nombre. "Ese maldito nombre" -me digo.
>>"Pía"... suena como fría. Como es ella, su piel blanca, sus manos, sus pies, sus rodillas; fríos como el sur.
>> Y como púa: algo pequeño que se clava produciendo un dolor agudo e intenso, desgarrando la fibra más sensible de todas.
>>Su nombre es un imperceptible y agudo pedacito de hielo incrustado y perdido entre las capas de mi tejido cardíaco, enfriando cualquier afecto natural, cualquier calor humano; el que recibía y el que hubiese sido capaz de procurar.
>>Con el sistema nervioso y cardíaco dañados me es preciso seguir viviendo -es mi último pensamiento en la cama antes de conciliar el sueño.

domingo, 10 de octubre de 2010

Iker

Un poco más de dos años después del nacimiento de Daniela. Lejos de ahí, estaba yo, en medio de una crisis económica nacional y mundial. Sin estudiar y sin trabajar. Había terminado la enseñanza media y como tantos, no tenía mucha idea de que iba a pasar conmigo.

Estaba durmiendo cómodamente como a eso de las diez de la mañana en mi dormitorio, cuando sentí unas leves palmadas en la cara y una voz diciendo:

–Iker, Iker, despierta. –Era Eric. Un amigo de no mucho tiempo. Lo había conocido en el verano, en el cumpleaños de una amiga y nos habíamos topado un par de veces más.

–¿Qué pasó? –pregunté asustado – ¿Cómo entraste?

–Toqué la puerta varias veces –respondió – y como nadie me abrió me di la vuelta y la ventana del baño estaba abierta.

–Voy al baño –dije.

Fui al baño para despertar en el caso de que todavía estuviese soñando. Volví a mi dormitorio. Todavía estaba ahí. Ahora estaba hojeando El Lobo Estepario, que yo había estado leyendo en la noche.

–Mi mami fue al dentista con mi hermano chico –le dije desde la puerta del dormitorio. No hubo respuesta, solo me miró sin decir ni hacer gesto alguno.

Fui a la cocina y puse el hervidor de agua para desayunar. Volví a la pieza y ahora estaba en el computador.

–No tienes ni una música decente en tu PC Iker –dijo con los ojos en la pantalla.

–Eric, aclaremos algo –le dije con autoridad –. Cuando vengas a esta casa y nadie te abra es porque no hay nadie o porque no pueden atenderte. No puedes meterte por ninguna ventana.

Quitó los ojos de la pantalla y me miró.

–Está bien, última vez --dijo sin más--. Oye tienes el Aenema de Tool, algo bueno entre tanta mierda de música que hay acá ¿Cómo puedes tener tanto Korn? ¡Si es pésima esa banda!

Sin responder me devolví a la cocina, me hice un té con un pan algo añejo con margarina. Y hasta ahí llegó Eric

–¿Y esto vamos a desayunar?– preguntó despectivo.

–Esto voy a desayunar –le respondí –, no hay más pan. Si quieres puedes hacerte un té o un café –dije mientras me iba al comedor.

Pero que huevón más miserable eres ¡¿Te lo habían dicho?! –me grito desde la cocina.

Llegó al comedor con una taza de café

–¿Y qué vamos a hacer hoy? – me preguntó.

–Yo voy a salir a andar en bici –le respondí, sabiendo que a el no le gustaba el ciclismo. –Hagamos otra cosa, no seas fome. Vamos a chanear al liceo de aquí a la vuelta; conozco unas minas súper ricas, que están dispuesta a todo –dijo haciendo como que se enrollaba los bigotes.

–Has lo que quieras. Yo voy a salir en un rato más. Así que si eres tan amable –dije mientras le habría la puerta de la calle.

–¿Me vas a echar? –me miro como si me desconociera.

–Pucha Éric, otro día podemos hacer algo, pero hoy estoy de ánimo para andar en bici nomás, consíguete una bici y salimos –sabía que no lo haría.

Se fue un poco enojado, pero se le pasaría, pensé.

Una hora después yo iba pedaleando a toda velocidad por Américo Vespucio, al hospital Barrosluco, donde tendría una terapia sicológica grupal.

Cuando llegué me preguntaron de donde venia, les respondí que de la Florida. No me creyeron. Eso fue suficiente para empezar mi discurso. Les dije que pensaba que la gente de La Florida era una raza superior con respecto a las demás comunas de Santiago en especial que los de San Miguel, de donde era la mayoría de los que ahí estaban. Que estábamos casi todos acostumbrados a ir y venir del Cajón del Maipo en bicicleta todos los días.

Además de eso di un contundente discurso en que dije entre otras cosas. Que si no podían hacerme musculoso y sumarme un par de centímetros en el pene, mejor me dieran rápido una buena dosis de antidepresivos. Los psicólogos ya estaban acostumbrados a ese tipo de escándalos, pero mis compañeros de terapia les molestaba de verdad el asunto. Se tomaban bastante en serio el tema de su salud mental.

A la salida, en el portal del hospital divise otra vez a Eric. Me estaba esperando.

–¿Qué vienes a hacer acá? –me preguntó de entrada.

–¿Cómo supiste que estaba acá? –Ignoré su pregunta.

–Llamé a tu casa y me respondió tu mamá y me dijo que estabas aquí ¿Qué pasa? ¿Estás loco?

–¿Me estás siguiendo? ¿Qué te pasa Eric? –dije en tono enojado.

–Nada. Solo quería verte. No te enojes –respondió y se sonrojó – ¿Vamos a tomarnos una pilsen?

–No. Quiero ir al parque O’Higgins –respondí con sequedad.

–Pero eso esta muy lejos, ¿Como voy yo?

–Problema tuyo –Volví a responder.

–Cómo puedes ser tan pesado Iker.

Entendí que le pasaba algo realmente difícil, así que accedí a conversar con él.

–Ya Eric. Detrás de esos edificios del frente hay una plaza, te veo ahí –le dije mientras empezaba a pedalear.

–Pero aquí es muy paqueado –fue lo primero que dijo al llegar, abriendo la mochila y mostrándome dos botellas de cerveza.

–No, no quiero, no me gusta tomar cuando manejo. –Me negué –. De verdad es peligroso. Los conductores son la gente más psicópata que hay.

–¿Y como andamos por casa? –Preguntó –. ¿Por qué estas en terapia?

–Una vez le quemé una parca a un compañero de colegio, por que el hijo de puta me rompió un chaleco que me había tejido mi abuela. Y me mandaron a esta mierda, por pirómano –respondí.

–¿Siempre vienes? –realmente le interesaba.

–No. Fui los primeros días, para que me admitieran de nuevo en el colegio. Pero al tiempo me llamaron y me dijeron que podía venir cuando quisiera, y de la semana pasada empecé a venir de nuevo.

–¿Por qué? ¿Necesitas ayuda? –preguntó.

–¿Tu no? –contrapregunté.

–A lo mejor… –De verdad le interesaba el asunto.

–No, la verdad es que vengo por el asunto de las pastillas. Vengo para ver si puedo conseguirlas –respondí.

Menos interesado me dijo:

–O sea, aparte de drogadicto, miserable ¿Por que no las compras nomás?

–¡Imbécil! –le dije sin estar enojado – no es para que me las regalen. Es para que me las receten. No se pueden conseguir sin recetas.

–Oye ¿y por qué mejor no fumas marihuana? Es más fácil de conseguir, ahí donde vives tú esta lleno.

–Se necesitarían como tres pitos para lograr algo similar a un cóctel y no me gusta fumar para nada –intente responder.

–¿Qué es un cóctel?

–Es una mezcla de pastillas –respondí –. Por si sola el efecto de una pastilla es el indicado. No se trata de tomar dosis superiores. Son dosis normales pero mezcladas. Pastillas que tienen efectos opuestos. Por ejemplo tomar antidepresivos y Ritalín y a eso le puedes meter otra cosa, para que el efecto sea más intenso aun. Cuando los efectos empiezan a contraponerse dentro de ti, es como lanzarse en paracaídas a miles de pies de altura. Como que el yo no fuera más que un químico más en disputa --concluí.

–Estás loco Iker –me dijo – yo te imaginaba un tipo más quitado de bulla, pero eres un drogadicto rebuscado.

–No lo sé, tal vez lo esté, pero casi todos lo estamos. Además de que la genialidad es siempre confundida con locura. –No fui muy original. Reconozco.

–No. –Dijo con seguridad –. Eso es mierda, mierda de hijitos de papá. Ya sé lo que vas a decir. Todo eso de las letras de los temas de tu banda. Pero tú no eres así Iker, se te nota…

–¿Qué no soy como mis compañeros de banda? –Pregunté.

–Eso digo –respondió –. Esos huevones son pura autocompasión….

–¿Y tu Eric? –repliqué –. Tú debes ser el tipo más mimado que conozco. Tu papá te cumple todos tus caprichos absurdos. Nunca te has ganado un peso. Y ahora tu polola te patió y vienes a darme jugo a mi.

–¿Cómo sabes que me patió? ¿Quien te contó? –Pregunto con expresión de sorpresa.

–Se te nota Eric –revertí la acusación –. Nadie tiene porque contarme. Meterte por la ventana del baño, invitarme a chanear, seguirme hasta acá. No son cosas de loco, es más bien cosa de desesperado. Lo que no entiendo es por que me elegiste a mí para desahogarte.

–Wow. Tienes razón –reconoció –. Es verdad, la Catalina terminó conmigo. Pero no me interesa desahogarme contigo. Si te busco es porque me interesa que me ayudes. Yo no te veo como pendejo autocompasivo. Tú no. Tú eres el huevón más parecido a Travis Bickle que conozco. Tú eres capaz de llevar a una mina de buena familia a un cine porno. Esa clase de loco eres.

–¿Quién es Travis? –sentí curiosidad por saber con quien me estaba comparando.

–Robert De Niro, en Taxi Driver –contestó –. Pero el asunto es otro –prosiguió--. Necesito plata. Por eso me dejó la Cata, por no tener plata, para eso la necesito. Para restregárselo en la cara a esa puta.

–Pero tu tienes plata Eric –le dije, inseguro--. Quizás es solo que no te quiere.

–No te ofendas Ikuito, pero comparado contigo cualquiera tiene plata –me dijo con algo de lastima –. Ella vive en la Dehesa ¿sabes lo que es eso? No, no sabes –se auto respondió –. No sabes como funciona esto, eres muy inocente. Todas las minas llevan una puta adentro, todas quieren lo mismo, que les hagan regalos, que las saquen a pasear, y todo eso cuesta plata. Quieren saber que tienes siempre un fajo de billetes en el bolsillo. De eso se enamoran. Toda esa palabrería que te gusta no les vale de nada.

–No todas son iguales. –Me arriesgue a parecer inocente.

–Haber huevoncito –dijo ya enojado – ¿entiendes que necesitas plata?

–Sí, necesito –. Por fin algo de lo que no tenía duda.

–Tú eres el indicado –me señaló con el dedo--. Necesitamos plata y rápido. El trabajo es para los tontos. Yo no soy un hijo de papito como dijiste –se defendió –, ni tú tampoco. Nosotros podemos meternos en movidas tránsfugas sin problemas Iker. Está lleno de formas de ganar plata, es sólo cosa de buscar.

–¿Cómo que? ¿dices tú? –todavía no entendía.

–Cualquier cosa, saquear bodegas, casas, apoyar a prestamistas usureros, incluso mejicanas. Ni siquiera tenemos que planear nada. Solo meternos con los que tienen las movidas –respondió sin inmutarse.

–Pucha Eric. No lo sé, –respondí dudando –. Creo que mis padres hicieron un buen trabajo con migo. Nunca he robado y no creo que pueda hacerlo y meterme en drogas menos.

–No importa –sonrío. Como si supiera algo que yo no, de mi propia respuesta –. Por lo menos dime que lo vas a pensar. Eso me dejaría contento.

–Bueno. Lo voy a pensar –concluí.

Después se tomó la siguiente cerveza y siguió denigrando al género femenino, mientras yo sólo escuchaba. Al despedirnos ya eran las seis de la tarde según mi reloj, y empezaban a caer gotas, así que tome mi bicicleta y volví a mi casa.

En el camino me atrapo la lluvia. Las ruedas de mi montañesa se resbalaban en el pavimento y la muerte me saludaba en cada esquina. Si de verdad hay seres humanos dentro de los camiones que transitan Américo Vespucio, no se nota.

Estuve entre cinco y diez minutos pedaleando entre camiones con el piso resbaloso, pensando a cada instante sólo que el próximo en pasar sería el último, el que terminaría definitivamente con mi corta y triste existencia.

Cuando al fin pude doblar y salir de Vespucio a un pasaje lateral, me senté en la cuneta a pensar bajo la lluvia. A pensar en la visón de la muerte que acababa de tener y en la conversación que había tenido con Eric, que aunque la mayoría de las cosas que dijo las consideraba idioteces, sí era interesante pensar en mi mismo más allá de la autocompasión. No pensé en todas las cosas de las que me había protegido hasta el momento dicho sentimiento. Para bien o para mal, me puse a pensar en las cosas que me había privado de hacer. No se trataba tampoco de plantearme la posibilidad de seguir a Eric en sus absurdos planes, pero si de la posibilidad de dejar mi vida de pastillas, de mi banda de amigos aproblemados y tristes; y de mi propia impronta de músico depresivo. Dejarlo todo de golpe, para empezar a probar nuevas cosas. Pero, lo que sea, pensé al llegar a mi casa empapado, lo decidiremos después de una sopa de pollo y de ver Taxi Driver. Que no me aguanté y la arrendé en el videoclub de la población, antes de llegar.

Al día siguiente. Al medio día. Estaba escuchando el disco The Fragile de Nine Inch Nails, mientras ordenaba mi pieza y pensaba en que hacer con mi vida, cuando escuche unas risitas femeninas que se oían desde el comedor. También la voz de mi mamá y otra voz de hombre que no logre reconocer en primera instancia. Al abrir la puerta estaba Eric conversando con mi mamá y junto a él habían dos colegialas, que por el uniforme tenían que ser del liceo de la esquina, al que me había invitado Eric el día anterior.

–Hola Eric –saludé.

–Hola Iker. Estaba contándole a tu mamá que mis amigas estudian administración en el Insuco –(Evidentemente, yo sabía que mentía) –, y necesitan ayuda para hacer un trabajo. Y como tú sabes de cosas comerciales, les dije que tú las podías ayudar. Ella es Ema y ella Anita –me las presentó –. Anita es argentina. ¿Pasemos a la pieza? –concluyó.

Eric y Ema se sentaron en la cama, y Anita se sentó en un sofá-cama que estaba a un metro de la cama. Yo me senté junto a ella.

–¿De que parte de Argentina eres? –Le pregunté a Anita.

–De Tucumán –me dijo mientras cruzaba la pierna y se echaba para atrás de modo provocativo.

Cuando comenzaba a entender la situación, Eric estaba besando apasionadamente a Ema. Entonces de verdad me asusté.

–Deben tener hambre –dije –. Al tiro les traigo algo para comer.

Al ponerme de pie Anita me agarró la entrepiernas con la mano. Solo atiné a sonreírle, como agradeciéndole.

Salí de la pieza, para analizar la situación; los pros y contras. Cuando mi mamá salió de su pieza y me preguntó:

–¿No quieres que les lleve un juguito con unos sándwich?

–No mami, no te preocupes yo me encargo de eso.

Volví a la pieza, sin jugo ni nada. Al abrir la puerta Eric estaba besando en el cuello a Emma, tocándole desesperadamente las piernas envueltas en medias de nylon oscuras, mientras Anita, seguía sentada en el sillón, echada para atrás, con la pierna cruzada en actitud de aburrimiento.

–¡Eric, para! –le dije –. De verdad que no vas a culear en mi pieza. En esta casa no se hacen orgías…

Al ver que no me escuchaba le dije.

–Huevón, voy a llamar a mi mami y ahí si que no vas a poder entrar nunca más a esta casa. –Al decirlo miré impulsivamente a Anita, que lanzó una carcajada loca y me miró con expresión de ternura.

Ahí se detuvo y me miró

–¡No hay caso contigo Iker! –me dijo enojado –. Vamos niñas.

Al pasar a mi lado, me pegó con el exterior de la mano abierta, en los testículos. Rápido y leve. De verdad dolió como un latigazo. Pero no hice nada.

–Si sigues así vas a seguir siendo virgen a los treinta.

No dije nada ni hice nada, solo le lancé una mirada con rabia y deje que se fuera.

No volví a ver a Eric durante un tiempo. Solo me llamaba de vez en cuando para conversar sobre cualquier cosa o para invitarme a tomar un trago, pero yo nunca accedí. Seguía sin encontrar trabajo. De vez en cuando me daba vueltas por el centro dejando curriculum en diferentes lugares. A veces me juntaba a hacer música con algunos amigos. Yo era bajista de una banda de Rock industrial, tipo Marilin Manson en el Anticrist Superstar.

Una noche mi papá llegó de una reunión de gente de su iglesia, con un amigo. Era un Pastor de una iglesia luterana de la ciudad de Cartagena. Yo como siempre estaba en mi dormitorio mientras ellos conversaban; pero pude escuchar cuando le decía que se veía superado por las labores de la iglesia, que necesitaba un asistente que pudiera relevarlo.

Pensé que no sería mala idea pasar una temporada fuera de casa y ganarme algunos pesos. Como para empezar a sacudirme de la autocompasión, que era lo que me había propuesto por esa época.

Mi familia fue siempre muy devota y obediente a los preceptos de la iglesia luterana. Mis padres y antes mis abuelos, eran miembros reconocidos a nivel nacional dentro de esa comunidad religiosa. Así que yo desde muy niño pasé tiempo aprendiendo las bases de la teología protestante. Ya a los diez y seis años estaba encargado de enseñar a jóvenes, en su mayoría mayores que yo, asuntos de la Biblia y teología general. Por eso sabía que no tendría problemas en asumir cualquier cargo de enseñanza.

El problema es que mi papá, pese a no saber mucho de mí, intuía que, aparte de llevar una vida desordenada y rockera, el rollo teológico me era totalmente indiferente a esas alturas de mi vida. Así que se negó.

Finalmente me las arreglé para hablar con el Pastor de Cartagena en persona. Le dije que me interesaba trabajar, incluso que me entusiasmaba la idea. A él le gustó mi actitud y llamó a mi papá. El viejo no pudo negarse. No se atrevió a decirle que sospechaba que yo era un marihuanero adorador de Satanás.

Claro que me obligó a prometerle mil veces que me iba a portar bien y que iba a cumplir con la estricta disciplina luterana.

Así sin más, yo estaba listo para pasar ese invierno junto al mar. Una ciudad que me parecía muy bonita en esa época del año.

El Pastor me alojo en su casa durante toda mi estadía. Era una casa muy humilde en un cerro. El camino no estaba pavimentado, así que había que caminar bastante para llegar. Me gané rápidamente la simpatía de la esposa del pastor, una mujer regordeta y de estatura baja; extremadamente conversadora.

El Pastor era un viejo pescador, con actitud de lobo de mar, contador de mil historias. A veces yo pensaba que era un poco mitómano. Como sea, no me aburría con él, como con todo el resto de los religiosos que he conocido. Sus sermones de los cultos, equivalente a la misa de día domingo en la mañana, estaban siempre ilustrados con historias de la vida del pescador. Siempre terminaba haciendo reír a los feligreses con sus chistes dichos en tono de cosas seria.

También vivía en esa casa una hija menor del matrimonio, de unos veintidós años, estudiaba y pasaba la mayor parte de la semana en Santiago. Los días que pasaba en la casa, insistía en pasearse en Baby doll o con muy poca ropa por la pieza en la que yo dormía o por donde yo estuviese. Tenía un par de piernas largas que me parecían muy lindas que empezaban en un trasero que era una bendición. Hubiese caído en la tentación sin pensarlo dos veces, de no ser porque sus rasgos faciales eran demasiado parecido a los de su padre; lo cual era lo suficiente mata pasiones como para mantenerme alejado del peligro.

Aparte de ayudar a la esposa del Pastor, tenía la responsabilidad de ordenar un poco el templo, como le llaman los protestantes a sus edificios. Atender a gente que necesitaba conversar de sus problemas, aunque finalmente siempre se las arreglaban, o me las arreglaba para terminar hablando de fútbol; y también los jueves en la noche me correspondía dar un sermón a la congregación. Sabía que la gente venia cansada de sus trabajos, así que intentaba no cansarlos más con asuntos muy teológicos. En general les contaba una historia de la Biblia adornada con algunos chistes. Parecía cafe concert, dijo alguien. Finalmente le explicaba la moraleja, con una enseñanza mucho más humanista de las que ellos estaban acostumbrados a escuchar. Que leyesen, que se diesen un tiempo para pensar, que no fueran tan materialistas, etcétera.

Me quedaba bastante tiempo libre, así que por lo general salía en las tardes con la Biblia debajo del brazo, me compraba algunas latas de cerveza, dejaba la Biblia a un lado y me tendía en la playa y pensaba en cualquier cosa, solo contemplando el mar y el cielo durante horas. Fue así que perdí varias bilblias. Dos o tres. Todo esto hasta que alguien me vio y le contó al Pastor. Me dijo que no le importaba que yo tomase todo lo que quisiera, pero que lo hiciera más lejos, donde no me pudiese ver nadie conocido.

Después de este incidente intenté salir solo de noche. Era invierno así que las noches comenzaban temprano. Salía a caminar, a dar vueltas por la zona con una botella en la mano. Tardé más de lo que esperaba en hacer amigos; creo que se debió al como me veía en ese entonces. Siempre vestía con una camisa de vestir clara y con pantalones de tela azules y zapatos, bototos en el mejor de los casos; y siempre muy afeitado. Demasiado formal para los dieciocho años. Tuve que empezar a bajar hasta Cartagena para encontrar gente joven con quien hablar de vez en cuando en las noches, compartiendo el frío y una botella de vino.

Una vez en una botillería un grupo de jóvenes me reconoció de los sermones del día jueves. Les sorprendió verme comprando cerveza para mí solo. De verdad pensaban que yo era una especie de cura y al principio me trataban con algo de cuidado, con algo de distancia, como con la sospecha de que en mi pudieran haber segundas intenciones de proselitarlos a la religión a través del callejeo alcohólico. Pero con el tiempo mi lenguaje de carretonero y mi capacidad superlativa de consumir alcohol en grandes cantidades, los terminó por convencer de mi honestidad. Aunque parezca paradójico.

Aunque no podía quedarme hasta muy tarde, hasta las diez de la noche como máximo por no incomodar a la familia que me alojaba, todos los días consumía vino, cerveza o pisco, en cantidades suficientes como para no echar de menos las pastillas. De la marihuana siempre decidía pasar y de las otras drogas que a veces cargaban los amigos de Cartagena, como coca, pasta, incluso crack; ni hablar.

Fue una noche de aquellas en que yo volvía a San Antonio. Caminando por en medio de una arboleda con los zapatos llenos de barro, sin haber cumplido el cometido de emborracharme completamente, en que fui interceptado por un conocido.

–¡Predicador! –me grito a la distancia.

Al escuchar me detuve, me giré y esperé que llegara hasta mí. Era uno de los miembros de la congregación, lo reconocí enseguida. No porque los reconociese a todos sino porque él en particular me había llamado la atención. Era un viejo calvo, más o menos alto, con un bigote fino y el resto de la cara bien afeitada; siempre se veía como un tipo muy limpio y distinguido. Vestía la mayoría de las veces una chaqueta de gamuza o de cuero, un beatle negro, pantalón negro y zapatos de gamuza; siempre mantenía el estilo oscuro. Era un tipo misterioso para todos. Uno de los jóvenes de la congregación, el mismo que me había reconocido en la botillería, me había dicho que escuchó por ahí, que el viejo había sido un “terrorista” en los ochentas, que había combatido en contra de la dictadura. Yo sólo sabía que era amigo del pastor, los había visto conversando, pero aparte de eso no lo había visto relacionarse con nadie más.

Mientras se acercaba me temí que pudiera comenzar un discurso o una recriminación por mi estado más o menos etílico, así que antes de que pudiera acercase y percibir el olor a vino y cerveza, le dije:

–Hola. Andaba por aquí tomándome un trago con algunos amigos…

Llegó sin decir nada, solo me extendió la mano derecha; una mano dura y delgada, caracterizada por un anillo de oro grande en el dedo anular. Me sostuvo la mano y puso sus verdes pupilas primero en mi ojo izquierdo y luego en el derecho, como examinando, como buscando la prueba de un crimen.

–¿Qué pasa? –pregunté.

–No pasa nada predicador. –Obviamente estaba borracho también, un alivio.

Hubo un silencio incomodo, que intenté romper.

–Puede llamarme Iker –le dije –. Me incomoda un poco lo de “predicador”. ¿Y usted como se llama?

–De verdad que eres un mentiroso muy joven –dijo mientras me soltaba la mano –. Mi nombre es Alfonso.

–Entonces Don Alfonso. Se me ocurren varias razones. Pero ¿por cual de todas ellas, fundamentalmente dice usted que yo soy un mentiroso? –respondí tratando de sorprender.

–Fundamentalmente porque eres un religioso y todos los religiosos mienten.Sentémonos –me dijo mientras se movía y a su espalda dejaba ver un banquito del que no me había percatado en medio de esa humeda arboleda. Como si lo hubiese hecho aparecer mágicamente.

Accedí a sentarme. Me ofreció cigarros de una marca que nunca había visto.

–No fumo –Negué con ambas manos, de manera temblorosa. Resignado a que ese viejo me sometiera a un incomodo interrogatorio. Aunque podía haberme ido, y haberlo dejado hablando solo; no sé bien porque no lo hice.

–Tú te lo pierdes. Son exportados. Muy buenos. Me acaban de llegar de Rusia. –Ese comentario afirmó aun más la imagen de terrorista o asesino de película que yo me estaba formando del viejo –. Verás –prosiguió mientras encendía el cigarro–. De cualquier forma creo que tú no eres tan mentiroso como el resto. Por ultimo induces a la gente a que se informe y no se dejen engañar.

–Y puede que eso me haga más mentiroso. –Giró la cabeza rápidamente hacia mi y puso una expresión interrogativa. Esta vez si lo había sorprendido con mi respuesta –. Sí. Gente como nosotros –lo incluí – nos metemos en las iglesias sin verdadera fe. Observamos un poco, nos reímos un poco, sacamos provecho otro poco; somos en definitiva lobos con piel de ovejas. En cambio los auténticos religiosos si creen en lo que hablan –concluí.

–Es todo lo mismo niñito. No creas que pienso que eres muy especial porque me dices eso. La gente, es la inocente; pero la religión en si es una forma de sacar provecho, sacar provecho de la estupidez. Todos los religiosos lo hacen. No hay tal cosa como autentica fe.

–Generalizaciones –repuse –. Hay gente como el pastor, que de verdad cree en lo que hace; y si enseña algo que de verdad piensa que es cierto, entonces no me parece que este engañando a nadie.

–Todo es igual. Te invito a mi casa para seguir conversando. Me caíste mejor de lo que esperaba. Me sorprendiste –concluyó.

Iba a decirle que no podía, pero antes de hablar, me interrumpió diciendo:

–Vamos, no desprecies mi invitación. Tengo un vodka y un wisky esperando en casa.

No pude negarme, tenía ganas de seguir tomando, y aunque nunca había tomado wisky tenía mucha curiosidad sobre su efecto.

Antes pasamos a un minimarket donde llamé a la casa donde me quedaba, avisando que no llegaba esa noche y Alfonso compro un pack de latas de cerveza y un paquete de papas fritas, hechas en la rosticería del local, que comencé a comerme en el camino. No me había dado cuenta del hambre que tenía hasta que empecé a comer. Caminamos media hora y cuando llegamos a la casa de Alfonso ya no quedaban papas fritas.

Mi primer trago de wisky fue un momento relevante. Sentí como su textura de madera húmeda producía un remolino entre mi lengua y mi paladar. Conjuntamente, limpio mi esófago con su fuego, que me encendió también el pecho y el corazón. Al final del trayecto alcanzó mis entrañas, sentí como se deslizó suavemente por arriba y por los costados de todo lo que en ellas había. Finalmente, al terminar el primer vaso, fue como que alguien abriera las puertas de mi cerebro, dejando salir todo lo que se encontraba añejo, vetusto, rancio, asomagado. Expulsado sin la violencia del golpe sino con la suavidad de un soplido.

La casa del viejo era grande, muy añosa y daba la sensación de que seria muy fría de no ser porque tenía dos estufas. El techo estaba extremadamente alto, como las casas en las películas del siglo XIX. La música que puso a sonar en un viejo reproductor de vinilos le daba a aquel lugar una atmósfera europea dura y pura, me pareció. Era música clásica pero no me parecía algo normal, tal vez era el wisky, pero sentía que era algo muy especial, muy original, que no se parecía a nada de lo que había escuchado. Tomé la caja que contenía el disco y leí: Stravinsky, decía en la portada, The rite of the spring.

Entre el wisky, la casa y la música, sentía que me hundía en un mar de sensaciones. Llegó a mí además un olor a fritura y carne. El viejo se había puesto a cocinar unos filetes con huevos fritos. Tomé otro trago de wisky y me tendí en la alfombra para disfrutar del momento.

Nos sentamos en una mesa grande, como de roble donde pusimos los platos. Yo me senté en la cabecera de la mesa y él a un costado. A disposición suya. Como para iniciar un interrogatorio, sentí.

–Y entonces ¿Por qué estas de predicador en Cartagena si te sientes tan librepensador? –interrogó Alfonso.

–Nadie ha dicho ser libre pensador –contesté –. Solo estoy acá porque en Santiago no tenía nada que hacer y esto me sale muy bien. Pero –retrocedí, e intenté ser más sincero con el viejo--. También quiero sacudirme de la autocompasión como le llama un amigo. –Corté otro pedazo de carne, me lo metí a la boca y proseguí--: la autocomplacencia de la vida de la ciudad. Quiero conocer cosas, cosas distintas, no me quiero morir de viejo a menos de veinte kilómetros de donde nací.

–La vida religiosa es una curiosa forma de alejarse de eso –dijo el viejo, comprendiendo sorprendentemente bien lo que trataba de decir.

–Es lo que encontré –añadí –; pero lo que salga me vale. ¿Usted tiene alguna propuesta? –sabia que tenía algo interesante. Estaba convencido de que era un verdadero aventurero. Y además me contaría, pensé. Estaba solo, borracho y dispuesto a compartir sus historias.

–Eso de la autocompasión lo escuche bastante cuando viví en Europa. No sabía que también acá se había puesto de moda también la palabrita. Debe ser un producto del mercado…

–Lo que sea. No me interesan tus teorizaciones trasnochadas –lo tuteé súbitamente –. Dime tus planes. Yo estoy disponible, hagamos algo grande. Pongámosle una bomba a un barco, secuestremos un tren – dije ya ebrio.

–¿Con quien crees que estás hablando pendejo? –me dijo el borracho, prendiendo el enésimo cigarro de la noche.

–Ah –resoplé en actitud decepcionada –. Te quedas en la pura facha y en la bazofia. Como todos. Eres como un religioso. La diferencia es que tu estas más solo y triste, por eso vas a la iglesia. –Lo ataqué en un punto débil –, pero tampoco aportas…

Mientras yo todavía hablaba el viejo se paro, tambaleando y camino hasta el sofá donde se sentó de golpe, bajo la cabeza y cerro los ojos. Le saque el cigarro de la boca y le di dos fumadas. No me gustó, así que lo apagué en un cenicero que estaba al lado del reproductor de vinilos.

Mientras el viejo dormía yo me entretuve revisando sus discos y sus libros toda la madrugada. Me fui del lugar a las seis, cuando pensé que empezaban a salir los colectivos a San Antonio. Envolví en un papel de diario la botella de wisky a la que todavía le quedaba bastante y me la llevé junto a un libro del que había oído hablar pero no había leído. El Anticristo de Nietzsche. Tenía muchos libros; no le iba a echar de menos, pensé.

No volví a ver a Alfonso en la iglesia. Pero mucha gente comenzó a ir por esos días. Coincidió con la época que estuve ahí, un gran auge de convertidos a la religión. Y aunque era obvio que se trataba de la situación de crisis económica y social que siempre deviene en un auge de todas las instituciones religiosas, no me molestaba que se le atribuyera a mis sermones este crecimiento.

Dentro de toda esta gente, que en su mayoría eran jóvenes, estaban los amigos con los que me juntaba a tomar en las noches. Eran seis personas, tres chicos y tres chicas. Uno de ellos me paró en la mitad de la iglesia, me tomó del brazo, mientras yo iba con las manos en los bolsillos del pantalón, totalmente despreocupado, después de un sermón, pensando en tomarme el último conchito del escocés.

Era un chico al que yo consideraba un completo idiota. Era callado y siempre parecía que iba a ponerse violento. Daba la sensación de ser un viejo en un cuerpo de joven. Sus ojos apagados eran como alguien que se había gastado la vida demasiado rápido; era delgado pero tenía las manos y los antebrazos grandes; por eso le decían popeye. Me parecía que cada vez que abría la boca era para amenazar. Hablaba lento, como alguien con retardo severo, pero era difícil burlarse de él; nunca sabias como iba a reaccionar. Creo que los demás chicos lo aceptaban en el grupo por una mezcla de miedo y lastima.

–El gato me dijo que tú ibas a estar en el Movimiento –me dijo con su extraño tono de voz, pero en volumen más bajo.

Lo miré con expresión extrañada y no supe que responder. Él me llevo agarrado del brazo con fuerza, como si yo fuese una niña, hasta un cuarto contiguo al templo. Cuando llegamos me solté con fuerza. Pensé que iba a tener que pelear con ese boxeador no descubierto.

–¿Vas a estar ahí o no? –me preguntó.

–¿De que me hablas? de verdad que no sé –contesté.

–Pero tú hablaste con el gato –dijo el idiota.

–No hablo con los gatos. –Intenté ironizar.

–¡No! El gato. –de verdad hablaba en serio.

–¡¿Qué gato?! –dije ya asustado.

–Es un viejo pelado.

–¡Alfonso! –exclame ya más aliviado.

–Si. Así parece que se llama.

–Bueno Orlando –(Así se llamaba el popeye)–. No sé de qué me hablas, pero si quieres vamos a conversar con él para aclarar el tema.

–Él le dijo a mi papo que tú ibas a estar –dijo. Se refería a su papá supuse. Me produjo ternura.

–¿Estar en donde?

–En el Movimiento. El de los pescadores.

Sospeche que el viejo me estaba incluyendo en alguno de sus planes. Aunque sin avisarme. Pero me interesaba. Así que no me descarté.

–Mira Orlando ahora mismo voy a la casa de Alfonso y a la vuelta paso a la tuya para que hablemos de “el movimiento” –hice el gesto de comillas con los dedos.

Corrí hasta la casa del viejo. No la encontré en primera instancia, las calles se veían distintas en el día. Después de un par de intentos fallidos encontré el edificio. Toqué el timbre y la puerta se abrió sola. La chapa estaba amarrada a una delgada cuerda que había que tirar para que se abriera desde el interior de la casa que estaba arriba. Había que subir una escala para llegar.

Al subir encontré la segunda puerta abierta y a Alfonso con una camiseta verde tipo militar, fumando y sentado e una mesa de centro con un cuadernillo; haciendo unas anotaciones. Levantó la cabeza y me miró con sorpresa.

–¡Iker! He estado pensando en ti últimamente.

–Así he sabido –le contesté.

–¿Perdón? –me sonrió. Se veía feliz.

–¿Qué es El movimiento? –pregunté con agresividad.

No dijo nada, solo sonrió, miro su cuadernillo y siguió con sus anotaciones.

–El Popeye me dijo…

–Ah, Orlando –me interrumpió como saliendo de dudas –. Ese cabro si que es un idiota. Es una operación muy delicada, demasiado para ti, me equivoque en incluirte cuando conversé con el papá de Orlando. Lo hice para salir del paso. Tu tienes razón estoy solo en esta puta ciudad. –Me sorprendió que se acordara de esa conversación.

–Déjate de cuentos –respondí –. Dime de que se trata. De cualquier forma me voy a enterar. Ya estoy dentro. Soy demasiado curioso para olvidarme ¿Qué quieres hacer?

El viejo cambio su expresión de jovialidad a preocupación.

–¡Ándate! –exclamó enojado.

Me intimidó ese grito así que hice caso.

–Está bien. Pero voy a pasar a la casa de Orlando –se me ocurrió decir en el momento –, para conversar con su papá acerca de “el movimiento” –volví a hacer el gesto de las comillas.

Cuando ya estaba en la escala me llamó.

–Espera. No vallas a hablar con Manuel. –El papá de Orlando, supuse –. Si quieres colaborar, puedes hacerlo.

–Primero quiero saber de que se trata –le dije –; no voy a participar en cualquier cosa.

–No hay dinero de por medio --me avisó.

–¿Crees que estaría en esta ciudad si me interesara el dinero? –Pregunté–. Mejor aun

–repuse –. Dime de que se trata.

No tenía opción. Tendría que contarme. Sin embargo, creo que de verdad ese viejo solitario, quería hacerlo. Yo lo había inspirado a moverse en esa dirección, pensé arrogantemente. Siempre tuve en alta estima mi oratoria y mi capacidad de persuasión.

–Sube –me dijo, entrando él primero.

Saco un mapa de San Antonio, que el mismo había dibujado y lo puso en su gran mesa de roble. Antes de explicarme su plan, me contó de la situación de los pescadores artesanales. Que la crisis los había golpeado más que a ningún otro sector. Sus demandas en contra de la pesca industrial, que no eran escuchadas por el gobierno de turno. Que su crisis era la crisis de toda la zona. Me explicó las razones lógicas por las cuales el dialogo era simplemente imposible: que el gobierno velaba por la economía nacional a nivel global sin importar sacrificar las economías locales. Que algunos pescadores habían comprendido que la lucha tendría que darse necesariamente en la ilegalidad. Y esa era una lucha que valía la pena dar. Con todo lo cual yo estaba de acuerdo… en lo que entendía.

Me explico su plan el cual consistía en (…).

Además de explicarme que Manuel, el papá de Orlando, era un viejo dirigente de los pescadores, al que él consideraba una de las personas más íntegras que conocía. Por eso confiaba en que lo obtenido en nuestro movimiento iba a ir en beneficio directo de los pescadores y no de ninguna organización que se arrogue la representación de sus derechos.

Con eso yo me daba por informado y estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para poder llevar a cabo el Movimiento. Me despedí de buen ánimo. Me sentía relajado. Por fin estaba en algo que me parecía importante, trascendente, pensé. Me acorde de Eric y pensé, no sé por que azar del destino, en llamarlo. En hacerlo participar de esto. No se negaría. Estaría encantado en participar en algo así. Estaba seguro.

Lo llamé y tal como pensé, se demoró menos de una hora y quince en llegar a San Antonio. Llegó en el Hunday Sonata de su mamá. Nos encontramos en la avenida principal. Al verme me sonrió. Se quitó los lentes de sol y abrió los brazos para abrazarme. Me saludó efusivo.

–¡Iker! ¡Como te he echado de menos, huevón! –dijo.

–Hola --le dije con algo de duda. Estaba inseguro con respecto a haber hecho bien en lo de lo de llamarlo para un asunto tan importante –. Oye, no hay plata de por medio. Si quieres te vuelves al tiro a Santiago. –Pensé que diciendo eso podía desistir y ya no tendría nada de que arrepentirme.

En efecto puso cara de desazón al escucharme. Caminamos un rato en silencio. Yo no dije nada, lo dejé que pensara, hasta que después de unos quince minutos, coincidentemente con el momento en que llegamos al mar. Decidió:

–Después de todo no es tan importante la plata –dijo a mi pesar –. Aquí ganamos experiencias y después nos lanzamos en nuestras propias operaciones.

–Esta bien –dije resignado –. En la noche va haber una reunión en la casa de Manuel un amigo de Alfonso. El que te dije que va a dirigir el movimiento.

“Perro. Perro bonito”, le susurraba a un pequeño pastor alemán, muy juguetón, mientras le jalaba una oreja y miraba de reojo la conversación entre Alfonso, Manuel y Eric.

Yo no intervenía. Solo miraba a la distancia, con la cara escondida bajo una bufanda y un gorro de lana negro. Miraba una fogata en el patio de la casa de Manuel, en la cual estaban reunidos mis cómplices, miraba hacia aquellas sombras y las siluetas intermitentemente iluminadas por el fuego. La cara de Alfonso se iluminaba mientras fumaba y explicaba con convicción la relación entre su ética revolucionaria y “el movimiento”. Manuel solo escuchaba con su actitud de viejo sabio, con una tasa de vino navegado en la mano, mientras la oscuridad disimulaba su repulsiva piel completamente amarilla, producto de una enfermedad a los riñones. Y Eric, sentado de frente a Alfonso, hacia constantes intervenciones, intentando aparentar una basta experiencia en el tema. “¿Cómo no se daba cuenta que el par de viejos y cualquiera se daban cuenta de que su discurso y su actitud eran una completa falsedad?” me preguntaba yo avergonzado y arrepentido de haberlo traído.

Al día siguiente me dediqué todo el día a recopilar neumáticos viejos junto a Orlando, en diferentes peladeros de San Antonio y Cartagena. Al terminar el día habíamos reunido una no despreciable suma de neumáticos y ripio. Estábamos listos para la marcha de los pescadores y para El movimiento.

EL PRIMER MOVIMIENTO

Finalmente todo salió como estaba planeado, y yo caminaba solo por la playa a la mañana siguiente con el pelo mojado y con una botella de wisky cerrada que había conseguido después de romper la vitrina de una licorería; un chaleco de lana espesa, negra como todo el resto de mi ropa. Miraba a la gente recogiendo y barriendo las secuelas de la noche anterior. El olor a mar se mezclaba con el de los neumáticos quemados. Un rayo de sol fugitivo arrancaba de las dominantes nubes y corriendo por el mar tranquilo, se atravesaba justo frente a mis ojos, produciendo un catalejo en el aire, con colores raros e indescriptibles.

Cuando llegué a la casa, el Pastor me saludó con una sonrisa que me pareció cómplice. Su esposa me regañó un rato de manera muy maternal, y yo como siempre le seguí el juego. Sabía antes de que yo dijera algo, que había estado participando en la marcha; pero no se le cruzaba por la mente en ningún momento lo que había pasado realmente, y a nadie. Caminaba yo entre la gente, los miraba, y nadie se percataba de que estaban frente a alguien que a muy corta edad había participado en algo de verdad grande.

Fue extraño. Yo seguí con mi vida. Escuchaba a la gente comentando sobre el asunto, pero el haber perdido contacto con todo lo relacionado al tema me hacia sentir un ajeno. No había diferencia entre que lo que viví hubiese sido una realidad o solamente un sueño. No tenía pruebas de que yo había estado ahí. Ninguno de mis cómplices se asomaba. Y yo estaba desesperado por contarle o comentar con alguien lo sucedido.

Por otro lado estaba nervioso. Cualquier llamada a la casa de mis anfitriones, cada vez que veía a los policías rondando por el barrio o por la Iglesia, un gesto, una mirada extraña, todo me asustaba. Y lo peor era que la gente lo notaba, se fijaban que andaba exaltado y me lo comentaban: “está raro Iker” Se convirtió en un comentario común para los que me conocían. Dolores de estomago, asustadizo, las ojeras del insomnio, todo delataba que algo me estaba pasando.

Tres semanas después de eso, por fin me encontré a Alfonso. No había querido ir a su casa. Si él no había querido acercase era por algo. Si quería verme lo haría. Creía plenamente en su criterio estadístico, era en lo único que confiaba a esas alturas.

Iba caminando solo de Cartagena a San Antonio en una helada y solitaria tarde, por calles residenciales que no conocía, escuchando en el walkman un casete de Ministri, el rock verdaderamente pesado me quitaba por un momento las nauseas y el dolor de estomago.

–Señor Iker, necesitamos hablar con usted –dijo Alfonso a mis espaldas, haciendo una voz incolora, como de policía.

Yo salté de asustado. Pero solo de nervios y no porque le haya creído el teatro que trató de montar.

–¡Ah! –grité – ¡Alfonso! Alfonso –repetí mientras abrazaba al viejo, alegre de volverlo a ver.

–Te pusiste pálido cabro chico –dijo Alfonso, sonriendo mostrando sus amarillos dientes bajo un bigote manchado con nicotina.

–¿Que te habías hecho? –preguntó –. De verdad que estaba preocupado, de verdad quería verte.

Ja, ja –rió –. Tranquilo, esta todo muy bien. Salió todo como lo habíamos planeado. Vamos te invito una cerveza –me dijo.

Fuimos a una cantina de Cartagena, donde me contó detalles de “El Movimiento”. Lo decía todo en voz muy baja.

–Todo llegó a su destino Iker –me aseguró –. Todo está en manos de los pescadores ahora. Y te agradecen mucho todo lo que has hecho. Quizás eres muy chico para comprenderlo ahora; pero has participado en algo grande. Nunca te arrepientas, y espero de corazón que un día también entiendas lo que es justicia social, y sepas que vale la pena luchar por ella, como yo.

–No lo sé –le dije escéptico –; pasará lo que tenga que pasar nomás.

–Muy bien. Espero que esta no sea la última vez que nos veamos. –Deslizó un sobre de carta escrita a mano por la superficie de la mesa, hasta mi mano, que se encontraba ahí–. Y otra cosa; te recomiendo que vuelvas a Santiago, o te vallas de acá por un tiempo. Solo por precaución --concluyó.

Después de despedirnos, me puse a vagar por las calles. Hasta cansarme lo suficiente para estar seguro de que en la noche podría dormir en paz.

Sólo cuando estaba en la cama, me atreví a abrir el sobre, el cual contenía unos seiscientos mil pesos en billetes y una fotocopia de una carta escrita a mano por Manuel, el viejo amarillo padre de Orlando, agradeciendo nuestra participación, con una muy rebuscada verborrea media marxista, me pareció. Además explicando que habían pensado que finalmente merecíamos aquella retribución económica que se encontraba en el sobre.

Al día siguiente fui a Santiago, sin avisar a mi familia. Me fui directo, a los locales del primer nivel del edificio Crown Plaza, en la Alameda. No tenía muy claro lo que iba a comprar; sólo una idea; pero al verlo ahí, supe lo que era. Un Bajo eléctrico marca Warwik, de madera bruta, ni siquiera pintado, solo barnizado; sonido perfecto. Exactamente el mismo modelo que usaba Les Clypool, el bajista de Primus. Además para acompañar, me alcanzó justo, para un amplificador especial de bajo, marca Orange similar al de Flea de Red Hot Chili Peppers. En eso me gasté el dinero.

Con mis nuevas adquisiciones me fui a la casa de un amigo para guardarlas ahí. En mi casa hubiese levantado muchas sospechas.

Y volví a San Antonio esa misma noche.

Ese mismo fin de semana, el domingo, después del culto, y del sermón del Pastor, fui con él, como cada vez que podíamos, a ver el partido de fútbol de San Antonio Unido (S.A.U), que termino ganando, por tres a cero, con goles de un, en ese entonces desconocido jugador calvo, con el que más adelante me encontraría en La Florida, como un héroe comunal y más tarde incluso nacional y finalmente mundial.

Terminado el partido pasamos por unos vasos de mote con huesillo.

–Creo que me voy –le dije al Pastor, con la boca llena de mote.

–“Te vas” –dijo el pastor entre afirmación y pregunta.

–Creo que es lo mejor. Me voy a trasladar a alguna otra región del país.

–Sí. Yo creo lo mismo –dijo con la mirada pérdida–. Es mejor que te vayas. Estamos muy agradecidos contigo, por tu esfuerzo y te vamos a recordar con cariño.

Me sorprendió su respuesta. Ni siquiera me preguntó por qué me iba, como si hubiese conocido la razón de antemano.

Nunca supe quien era el pastor realmente. Un tipo muy agradable y divertido por lo pronto. Pero nunca estuve seguro de su fe en la religión. Por lo menos sabía que veía las cosas mucho más parecidas al modo en que lo hacia yo, que mi papá o cualquier otra persona de religión que yo haya conocido. Tampoco me quedo clara la relación que mantenía con los pescadores, ni mucho menos que tenía él que ver con Alfonso.

Me pasé septiembre completo en Santiago, solo practicando con mi bajo nuevo.

Con respecto a Eric; estaba inubicable. Al parecer había perdido su celular, me contó su mamá. Que solo llamaba de vez en cuando para avisar que estaba bien. Esta vez yo sí quería hablar con él; me parecía importante comentar lo sucedido. Me preguntaba donde se había metido.

Como sea. Apenas comenzó octubre me trasladé a Chillán a trabajar de nuevo en una iglesia luterana; pero esta era mucho más grande e importante que la de Cartagena, que era bastante pobre. Esta era una iglesia en que participaban importantes miembros de la clase acomodada de Chillán, me habían dicho el Pastor y mi papá.

Me subí al bus en la noche y llegue en la madrugada, como a las cinco. Sabía que los luteranos, por idiosincrasia acostumbraban estar despiertos a esas degeneradas horas. Es parte de su disciplina. Tenía en la mano un papel con la dirección de un “Prevístero”, que es una suerte de pastor con un rango más alto; que cumple la función de inspeccionar el funcionamiento de la «misión luterana» a lo largo de todo Chile.

Cuando llegué a la casa, cómo pensaba el tipo estaba despierto. Salió a recibirme apenas toqué el timbre de aquella casa tan grande que se encontraba en una especie de agujero con pasto y abundante vegetación. En la puerta de la reja de la calle había un puente que daba al segundo nivel de la casa donde se encontraba la cocina, el comedor y un gran estudio con una gigantesca biblioteca. Más tarde supe que los dormitorios se encontraban en el primer nivel.

Era un cojo que caminaba con un bastón; alto, fornido, de piel muy blanca, ojos azules y cabello oscuro, corto; usaba un bigote que le daba impronta de hombre duro, igual que su ropa; botas militares, pantalón, camisa y chaqueta; negros, de un material opaco, áspero y grueso, como lona, muy de estilo militar.

Inmediatamente me hizo pasar a la biblioteca para interrogarme, pensé. Había una cantidad de libros impresionante, además de diplomas y títulos en inglés de universidades extranjeras. Además había en una pared una cabeza de venado, la cual me puse a observar para ignorar, a propósito, los libros y los títulos con los cuales obviamente, pensé, me quería impresionar.

–¿Te gusta? –Me preguntó –. Lo casé yo mismo en un bosque en Noruega.

Solo le sonreí.

Lo primero que me dijo fue que si quería trabajar ahí tendría que usar el cabello corto y estar siempre rasurado. El cabello me había crecido en el último tiempo sin percatarme. Le dije que no había ningún problema con eso.

Luego me dio un sermón sobre la vida, la ética protestante y Dios. Me contó la historia de su vida. En efecto había sido militar, un comando boina negra. Por eso conocía los cinco continentes y los siete mares. Me contó con orgullo que había vivido un largo periodo de su vida en Israel y le parecía el lugar más fascinante sobre la tierra. Todo muy bien hasta que en un viaje al África contrajo una infección en su pierna izquierda que lo inhabilitó de por vida. Lo jubilaron y desde ahí que solo se dedicaba al estudio de la teología y de la ciencia.

Sí. El tipo era interesante. Si no hubiese conocido antes a Alfonso, que me parecía algo así como su Némesis, creo que me hubiese convencido con su ética y su testimonio de vida. Pero ahora estaba frente a él, oía su voz pero solo pensaba en “el Movimiento” y mis propias aventuras. Y lamentaba no poder contárselas. Hubiese sido muy entretenido, pensé.

–Me gustaría orar por ti –me dijo –. Para consagrar este momento.

Lo hizo. Cerró los ojos y empezó a decir: «Dios te presento a este joven que trabajará en adelante con nosotros en la misión…»

Así continuó durante un rato. Luego me pidió que yo también orase. Hice lo que pude, con algo de pudor, y mientras lo hacía, el Prevístero salio del estudió dejándome solo. Me callé y la situación me comenzó a impacientar, más aun cuando noté que en un rincón de esa biblioteca había un wisky que daba la impresión de ser muy caro. No lo resistí, me levanté y me serví un trago con hielo, que también había. Todo perfecto, como un regalo divino, pensé.

Volví a sentarme en una cómoda silla giratoria forrada en cuero.

–Vamos, que ya estamos aquí… –me dije –. Así es Dios. ¿Cómo estás? ¿Bien? Que bueno. Bueno, te cuento que de camino acá leí completo un libro genial de un escritor genial. El Anticristo de Federico Nietzsche. ¿Lo conoces?…

Así decía yo cuando me interrumpió el Prevístero avisándome que el desayuno estaba listo.

Me pasé esa semana en esa casa, en esa biblioteca preparándome para mi presentación oficial delante de la iglesia. Me parecía una suerte de rito de iniciación en que iba a tener que dar un discurso frete a una multitud de personas. Me dediqué a leer y tomar algunos apuntes.

Cuando llegó el gran día me paré en un pulpito frente a más de seiscientas personas en un edificio de lujo, que era el templo de Chillan. Fue un encendido discurso en que camuflé las conversaciones con Alfonso sobre mis propios sermones y también a Nietzsche, bajo el adornado velo de la teología.

Les dije que leyesen, que fuesen astutos, que no se dejaran engañar. Ataqué a los medios masivos de comunicación, a los predicadores mediocres, al concepto de juventud, para terminar diciéndoles que la lectura era la solución.

“El ultimo hombre, el hombre moderno, se pasa la vida mirando una pared en la oscuridad de su estupidez y por eso piensa que en su pequeño mundo se consolida la totalidad del bien y el mal. La lectura en cambio los puede hacer volar hasta las grandes cumbres desde donde podrán por fin respirar y contemplar la vaguedad de los que siempre les han mantenido engañados”. Fue parte de mi discurso.

Sin saber como se había entendido todo lo que quise decir fui aplaudido de pie por una multitud encendida. Me pareció un éxito. Al final del culto, me extendían la mano acongojados desde ancianas hasta adolescentes, diciéndome que había hablado directamente a sus vidas.

En fin. Aunque fue todo un éxito, nunca me volvieron a dar la oportunidad de dirigirme otra vez a la congregación en general. Tampoco hubo ningún llamado de atención ni nada por el estilo.

De ahí en adelante me fui a vivir a la pensión de una mujer que era miembro de la congregación. Pese a que el dormitorio era mucho más pequeño que el lugar donde dormía en la casa del Prevístero, me sentía mucho más cómodo, por tener llave y tener una cierta independencia, que no había tenido ni en Santiago, ni en Cartagena, ni nunca.

Me dieron un trabajo colaborando con un grupo de mujeres encargadas de la sala audiovisual, para hacer algo así como cortometrajes religiosos. Las mujeres eran de más o menos entre veinte y cuarenta años. Mientras mayor más miserable era la vida de cada una; resumidas a ser la esposa o madre de alguien, y las más jóvenes parecían resignadas a que sus vidas siguieran el mismo camino que las otras. Me parecía una cosa muy triste.

El Prevístero y sus secuaces habían elegido para mi un castigo digno de la tradición alemana por mi subversivo discurso, pensaba. Sin embargo me entretuve bastante aprendiendo en esa muy bien provista sala audiovisual. Aprendiendo trucos de cámaras y efectos de iluminación. Hasta celuloide había. Pero no alcancé a manipularlo, me largué antes. A la primera oportunidad. Cuando me ofrecieron trabajo en una librería también luterana en el centro de esa ciudad.

Llegué una mañana vestido de formal a esa librería, estaba justo abriéndola uno de los empleados, que vestía más de semiformal y con ropa notoriamente más barata que el traje de matrimonios y eventos especiales que me había mandado mi mamá. Al entrar caminamos por la librería hasta el fondo donde había algo así como una puerta secreta que daba a un pequeño cuarto con una cocina, un lavaplatos y una mesa, para desayunar y almorzar. Después de un rato de simple silencio llegaron algunos de mis compañeros de trabajo, cada uno me saludó. Uno me recordó del discurso de presentación en la iglesia, todos sabían quien era yo por ese acontecimiento. Al final del desayuno llegó uno de los empleados, que al parecer estaba enojado por una descoordinación de un asunto administrativo.

–¡Falto un día y queda la tendalada; zamba canuta en la bodega!

–¡Tranquilo gringo! –exclamaba uno de los trabajadores, un poco asustado, sin ver, como yo lo hacia, que el tipo estaba usando una extraña ironía teatral, muy inglesa.

Me acerque para saludarlo. Cuando le extendí la mano, la miró; pensé que no me iba corresponder el saludo, pero finalmente lo hizo, pero ni siquiera me dijo hola.

Era un hombre de unos treinta y cinco años muy rubio, que llevaba algunos días sin afeitarse. La insipiente barba era tan rubia como su cabello; más o menos de mi altura, muy bajo para ser aparentemente descendiente norteamericano o ingles; de contextura muy gruesa; llevaba puesta una camisa blanca sin mangas y un pantalón marengo, nada de corbata, por eso me di cuenta de que no trabajaba en la librería misma sino en la bodega.

Me pasé la primera semana solo limpiando las estanterías completas de los libros y saliendo a hacer tramites. Era verano y aprovechaba cada vez que me enviaban a depositar o a buscar y dejar correspondencia para dormir un rato en algún banco de la plaza, después de todo era mucho el trabajo y muy baja la remuneración para hacer un esfuerzo superior a simplemente aburrirme como ostra, pensaba.

A la semana siguiente llegó a trabajar a la librería un chico de unos veinticinco años, muy extrovertido y conversador al cual me toco enseñarle el tejemaneje de la tienda. Hablaba, y mucho y se reía de sus propios chistes a carcajadas. Se reía de cualquier cosa. Al poco tiempo se alcanzó a dar cuenta de que no me simpatizaba y se hizo muy amigo de las niñas que trabajaban en la desquería que era una tienda contigua que pertenecía a la misma firma de la librería. Se llamaba Jorge y tenía la particularidad de tener un físico extraño, como encorvado, noté.

Al mes de trabajar ahí ya creía que el tedio me iba a matar. No había nadie con quien conversar. Todos estaban abocados solo al trabajo y Jorge, el único que le interesaba hablar, me parecía de verdad muy aburrido y superficial. Cuando me dijo que me había visto hablar frente a la congregación el día del discurso de presentación y le había parecido que yo hablaba muy bonito, pensé que algo mal debía haber en mi discurso para ser del gusto de Jorge, me sentí por primera vez más avergonzado que orgulloso de aquel acontecimiento.

Una mañana, cuando estaba pensando en pedirle al Prevístero que me buscara algún otro trabajo o simplemente volverme a Santiago, el jefe de la librería le avisó al Staff completo que se necesitaban alguien que ayudara al encargado de la bodega de los libros, al gringo McCane. Era un trabajo mucho más duro. No había mucha luz, hacia calor, a veces olía mal y McCane tenía un carácter muy difícil; por lo tanto sería una especie de castigo para el que fuera elegido, aunque habría un insignificante aumento de sueldo. Lo pensé esa mañana y a la hora de almuerzo decidí pedirle al jefe que me asignara a la bodega. No podía ser peor que trabajar limpiando libros o envolviéndolos en paquetes de regalo, pensé; además que MacCane no me desagradaba tanto como el resto del staff. Accedió inmediatamente, de hecho le sorprendió que hubiese sido tan fácil solucionar el problema del asistente de bodega, estaba aproblemado con el asunto, yo le saqué un peso de encima.

Al día siguiente ya estaba trabajando en la bodega. Estaba en el subterráneo. Había una gran cantidad de cajas que hasta el momento McCane había mantenido él solo en orden. Ese día trabajé todo el día arriba de un andamio a unos cinco metros de altura, desde donde McCane me lanzaba con la sola fuerza de sus brazos las pesadas cajas de libros y yo tenía que tomarlas en el aire y ordenarla en una estantería. Cada pesada caja que tenía que atajar en el aire, como un arquero de fútbol atajando pelotas de cinco kilos, sentía que perdía el equilibrio y la posibilidad de un accidente, pero no le decía nada a mi compañero, no quería quedar como un débil en mi primer día.

El día terminó muy rápido, sentí, y al final pude conversar con McCane, el que se sorprendió gratamente de mi actitud hacia el trabajo, me dijo. Era viernes y una de las cosas buenas era que no había que trabajar el día sábado como lo estaba haciendo en la librería hasta las dos de la tarde. Por eso a la salida invite a mi nuevo compañero a tomarnos un par de cervezas en algún bar. Me miró con actitud dudosa pero luego accedió.

Finalmente nos tomamos algo así como siete cervezas de litro entre los dos, conversando sobre su vida como hijo de misioneros luteranos estadounidenses, que vinieron cuando el tenía ocho años; sobre su experiencia en el negocio de los libros y sus fracasos como empresario, me recordó a mi papá en ese sentido.

McCane no soportó mi ritmo, en lo que a tomar se refiere. Mi papá decía que por genética mi ascendencia paterna posee un metabolismo tal que se deshace de ciertas grasas más lentamente de lo normal, justamente las grasas que protegen el hígado de los efectos del alcohol. No sé si esa sea la explicación pero el asunto es que mis hermanos y yo somos en efectos bastante más inmunes que el promedio.

Tenía que llevarlo a su casa. Ya había vomitado y todavía se veía bastante mal. No podía dejarlo solo, pensé. Le pregunté el numero de la micro que le servía y la dirección en la cual debíamos bajarnos. Cuando tomé la micro le pedí al chofer que me avisara cuando llegáramos a la dirección indicada. Durmió todo el camino. Cuando el chofer me avisó, lo desperté y nos bajamos. Mi compañero estaba ebrio, parecía sonámbulo. Nos pusimos a caminar por calles desiertas, entre casas viejas. Todo olía como a vino asomagado mezclado con pan amasado o tortilla de rescoldo. Cuando llegamos a un oscuro terreno baldío pensé que tendría que resignarme a dormir a la intemperie esa noche, no sacaba nada con preguntarle ya que no respondía a mis palabras. Caminaba delante de mí como si estuviese enojado. Después de unos veinte minutos de seguirlo y cuando mis ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad vi por fin una casa en medio de ese peladero. Era de adobe y madera. Pese a lo aislada que sé veía, poseía luz eléctrica, me percaté cuando entramos.

McCane se acostó en la cama de dos plazas que estaba en un rincón de la sala que era amplia pero solo tenía una pequeña mesa en el centro y un refrigerador y una cocinilla con un valón de gas a sus lado, en la parte opuesta del rincón donde estaba la cama, además de un mueble de cocina no había nada más en esa sala. Las paredes eran blancas y sucias, el piso de madera pero parecía que nunca había sido limpiado o encerado, estaba seco, polvoriento y astillado

Mientras McCane dormía y después de haber intentado inútilmente dormir en el piso, me puse a cocinar. Había huevos y longanizas en el refrigerador, así que piqué un pedazo y los freí con el huevo. Me los comí a cucharadas ya que no había pan.

Después de comer abrí las dos puertas que había en la casa, uno era el cuarto de baño y el otro un dormitorio muy ordenado y limpio, con una cama muy bien hecha. Tenía un televisor portátil de esos que incluyen una radio, una estantería con muchos libros de teología, otros de temas como la Nueva era y varias novelas, nada que me pudiera parecer interesante. Lo que si me llamó la atención fueron unas fotos que estaban pegadas con cinta adhesiva en la cara interior de la puerta que estaba justo al frente de la cama. Eran fotos de McCane con una mujer y un niño, otras donde salía la mujer sola o el niño solo. Supuse que eran su esposa y su hijo, pero estaba seguro de que en esa casa no vivía nadie más aparte de él.

–Buenos días gringo –le dije sentado en el piso apenas despertó McCane –. Tiene mucho estilo tu casa. Me gusta.

Se levantó sin decir palabra y fue al baño, se duchó y salió con unos bóxer, una camiseta sin magas y chalas. Se sentó en la cama y prendió un cigarro.

–¿No te quieres duchar? –preguntó con voz casi inaudible.

–Más tarde –le dije.

Después de un rato de silencio me atrevía a preguntar:

–¿Quiénes son los que aparecen en las fotos que están en tu pieza?

Me miró como agobiado y respondió:

–Mi ex esposa y mi hijo.

–Así que estuviste casado.

–Así es –respondió.

–¿Y cuanto tiempo que estas solo?

–Cinco años.

–Oye, y solo por curiosidad –le dije – ¿No te parece lógico por lo menos guardar esas fotos? Digo, ha pasado mucho tiempo para seguir manteniendo esos recuerdos.

Solo se encogió de hombros.

–¿Todavía no te olvidas del asunto? –pregunté.

Fumó y volvió a encogerse de hombros. Pese a que se notaba que lo estaba agobiando con mis preguntas extrañamente no se enojaba ni cortaba la conversación, solo fumaba.

–¿Has tenido alguna novia en estos cinco años?

–No, no he estado con ninguna mujer. –Yo intuía esa respuesta.

–¿Nada? ¿Ni siquiera con putas?

Negó con la cabeza.

–Cinco años sin “verle el ojo a la papa” –dije como pensando en voz alta.

Sólo sonrío tristemente.

–Si te sirve de consuelo –le dije –, yo llevo más de diecinueve.

–Ja, ja, ja –Rió McCane –. Gracias, sí me sirve.

–Igual deberías buscarte una mina huevón, y olvidarte de tu ex. Obviamente no de tu hijo.

Se hecho hacia atrás hasta quedar con la espalda apoyada en la pared, acostado en la cama. Cruzó las piernas y dijo:

–No entiendes Iker. Me pasé años de mi vida intentando conquistarla. Me convertí en su mejor amigo. Cuando me di cuenta de que mi problema era que era muy pobre para una niña de su situación, trabajé duro, puse mi propio negocio de libros, una librería después. Hasta que logré que se fijara en mí. Ella fue mi compañera, mi amiga, mi mujer, la única. Todo lo que hice fue por ella. Cuando das tanto por alguien, cuando sabes que nunca más podrás igualarlo; lo más digno es quedarse solo en vez de mantener una relación decadente, para que de vez en cuando te ataque la nostalgia y escuches música romántica pensando en alguien en las propias narices de la persona que cree que piensas en ella. He visto demasiado eso Iker.

–¿Y por qué terminaron?

–Es patético –dijo –. Cuando me empezó a ir mal en el negocio, se fue. Por la presión de su familia que nunca me quisieron. Vivió con sus papás hasta que apareció el pelmazo de su ex pololo, al que si querían y se fue con él. Mi hijo lo odia –agrego sonriendo y mirando al techo –. No te metas con una mujer de una situación económica muy superior a la tuya Iker, nunca seas un puto “Cirilo”, las putas “Maria Joaquinas” no son buen negocio.

–No lo sé. Yo que tu por lo menos me meto con una puta –le cambié el tema y concluí.

Se paró y se vistió. Supuse que había razones religiosas además para no hacerlo, bebía, fumaba, maldecía pero no iba a tener sexo sucio. Intuí.

Más tarde acompañé a McCane al centro de la ciudad y almorzamos en el mercado.

–Gringo tengo una duda –le dije mientras almorzábamos –. Esas cajas que hay en tu pieza en las que guardas tu ropa son las mismas que estuvimos ordenando ayer. Si no estoy mal son paquetes de las editoriales. ¿Es posible sacarlas?

Miró a un lado y al otro, resopló y acerco su cabeza asía mi.

–Se pueden sacar de la bodega, solo hay que fondearlas en cuanto se hagan los cargamentos. Si eso es lo que estás preguntando –dijo.

–Supongo que hay un truco de facturas.

–Supones bien. Eres excesivamente observador.

–Así que le has estado robando a la librería McCane.

–Lo hice un par de veces, pero hace tiempo.

Sonreí, y le levanté las cejas repetidas veces.

Fuimos hasta una pequeña librería no muy céntrica donde mi compañero me dijo que lo esperara en la entrada, porque tenía que hablar con un amigo. Estuvo una media hora y cuando salió me dijo:

–Todo arreglado. El martes hay cargamento.

Nos pasamos toda la segunda mitad del día lunes en el fondo de la bodega eligiendo los paquetes que íbamos a fondear antes de la carga, dividiendo algunos y armando otros completos. Mientras lo hacíamos sentimos como alguien abría la puerta de la bodega, nos asustamos. McCane se asomó a ver.

–Es tu amigo –me dijo susurrando.

–¿Qué amigo? –pregunté.

–Ese, el que tiene tetas –contestó.

–¿Tetas? –dije sin saber de verdad de que hablaba.

Me asome a ver y era Jorge. Fui hasta donde estaba.

–Hola –le dije. Observe. Y McKane tenía razón. Tenía pechos de mujer –. ¿Qué necesitas?

–Necesito buscar un libro –dijo y se dirigió al interior de la bodega.

Lo paré bloqueándole el paso. No quería que viera los paquetes, aunque no iba a entender lo que estábamos haciendo de cualquier forma, era mejor prevenir.

–No lo vas a encontrar –le dije – mejor dame el nombre y yo lo busco. Para eso estamos.

Miró con curiosidad hacia adentro.

–¿Qué pasa? –me preguntó.

–Nada –respondí – es solo que así son las reglas.

Aceptó que lo hiciera, y se fue sospechando, me pareció.

Al día siguiente salió todo como lo habíamos planeado, tuvimos que correr cien metros dos veces cargando diez kilos de libros en cajas cada uno, para colocarlos en lugares en que nadie los viera. Cargamos camiones toda la tarde, al final McCane firmó un documento y nos largamos.

Volvimos a las diez de la noche a buscar las cajas, en una camioneta que habíamos conseguido con el propio amigo de McKane de la pequeña librería que nos iba a comprar los libros a muy bajo precio.

Aunque fue todo un éxito los siguientes días el jefe empezó a ir mucho más seguido a la bodega. Creímos que yo había levantado sospechas con mi actitud ante Jorge aquel día y que algo le había comentado al jefe.

Así se pasó ese mes. Sólo conversando con mi amigo, jugando ajedrez, juegos de cartas, crucigramas y tomando en alguna cantina de vez en cuando. Una tarde en que yo ordenaba algunas cajas e iba poniendo veneno para ratones mientras lo hacía, McCane volvió con una sonrisa bastante sospechosa.

–Iker –me dijo –, “zasa” esta allá arriba. La mejor delantera de Chile loco.

Lo miré interrogativamente.

–En la disquería. Una vendedora nueva. Anda a verla, si te preguntan les dices que yo te mandé a revisar un código –añadió.

–No, después la veo –le respondí –, no hay apuro.

–Anda a verla huevón, no seas fome.

Fui sin mucha curiosidad. Hice como que revisaba algunos códigos de libros y después me metí a la disquería, y vi a la chica de la que hablaba McCane. Ya la conocía. Una vez en un culto de la Iglesia me había sentado junto a ella, y en efecto me había parecido muy bella. Tenia un cuerpo que llamaba mucho la atención, sus pechos eran grandes y muy bien formados, cintura y cadera muy marcadas y estilizadas, piernas largas que le gustaba lucir. Su cara también era muy armoniosa, con rasgos algo orientales y una sonrisa muy linda.

En aquella ocasión en que la había visto, incluso conversamos unos minutos. Me dijo que me había visto hablar en mi presentación y que le había encantado, que le gustó mi manera de hablar y mis ideas. Además me contó entre otras cosas que estaba en un tratamiento psicológico porque sufría de depresión y crisis de pánico.

La saludé y se acordó inmediatamente de mí. Dijo que no sabía que yo trabajaba ahí y que le alegraba mucho. Yo le dije que también me gustaba que ella estuviese ahí. Dije todas las palabras amables que se me ocurrieron y volví a la bodega.

–¿Qué te pareció? –fue lo primero que me preguntó McCane.

–Bien. Ya la conocía eso si –le dije.

–Que buen par que tiene esa niña –dijo haciendo un gesto con las manos refiriéndose a sus pechos.

–Sí, pero yo me fijé más en sus piernas. Soy un hombre de piernas –concluí.

–También –dijo haciendo un gesto de conformidad con mi respuesta.

Al segundo mes de trabajar en la bodega, estaba empezando el invierno y junto a McCane estábamos pensando el segundo cargamento. Un día hablábamos sobre eso mientras jugábamos ajedrez en horario laboral, cuando entró de sorpresa el jefe. Nos quedo mirando con cara de recriminación. Y le dijo a McCane que quería conversar con él.

Yo me puse a ordenar algunas cosas mientras ellos hablaban. Se notaba que el jefe lo reprendía pero McCane no se quedaba callado, y le rebatía con vehemencia. Al terminar la discusión se fue al lugar donde yo estaba y me dijo que no había problema que estaba todo solucionado. Que el jefe había entendido que a fin de cuenta estaba todo muy ordenado en la bodega y nadie más que él, McCane, era el responsable del lugar.

El asunto es que no pasó más de una semana para que, sin dar mayores explicaciones, me reasignaron por “necesidad de la empresa”. Me sacaron de la bodega y no sacaba nada con reclamar me dijo el propio McCane. No alcanzamos organizar el segundo cargamento.

Lo peor de todo es que me asignaron a la disquería. Sabía que no lo soportaría, era un melómano. Mi vida era una banda sonora y definitivamente esa música religiosa me hacia sentir ahogado, mareado y con nauseas. Además de que ahora Jorge había sido ascendido a supervisor, sería mi jefe directo. Insoportable, pensé.

Todo fue como me lo había imaginado con la variante de que además de soportar todo lo ya descrito, tenía que soportar estar todo el día con Pamela, la chica de las piernas hermosas. La tortura del poder mirar y no tocar, además de tener que escucharla. Su voz me parecía terriblemente sensual. Esta vez el castigo tenía que venir del cielo, pensaba.

Con el paso de los días ya casi no me quedaban dudas de que Pamela me coqueteaba, tal vez era su modo de ser, pero conmigo, me parecía, que se trataba de algo especial. Una mañana, decidió iniciar un dialogo. Mientras ordenábamos algunos catálogos, sentados ambos en el mostrador.

–¿Estas pololeando? –me preguntó de la nada.

–No, no lo estoy –contesté – ¿y tú?

No contestó, solo sonrió y miro hacia otra parte.

–¿No? –me auto respondí –. Que coincidencia. Ambos estamos solos.

–Parece que yo asusto a los hombres –dijo Pamela, en tono triste –, parece que soy demasiado formal. No sé. Me gusta hablar cosas profundas, y aparte de que soy un poco melancólica, por lo de la depresión.

–No lo sé –le dije –, a mi no me asustas, me pones nervioso, pero no me asustas. –Me miro con expresión interrogativa –. Es que eres preciosa –proseguí –, seguro que ya te has dado cuenta de todo lo que te miro.

Miró hacia otro lado como con vergüenza e incomodidad, pero cruzó la pierna y se levantó algunos centímetros la falda regalándome casi por agradecimiento algunos detalles de su belleza.

Me quede callado, casi sin habla un instante, hasta que se paró y se fue.

–Voy al baño –dijo –, espérame.

Me quedé solo a cargo del local. Y no habían clientes. Dejé pasar un rato y después en un impulso bastante animal e impropio de mi personalidad, la seguí al baño. Los baños se encontraban al final de un pasillo que a su vez estaba cruzando una puerta. En un costado del pasillo había otro pasillo que no tenía más sentido que dar a una ventana desde la cual se veían los edificios contiguos. Una curiosidad de la arquitectura de ese inmueble. Me puse ahí a esperar. Cuando Pamela salió del baño me miró sorprendida.

–¿Dejaste la tienda sola? –me preguntó.

–Sí. No te preocupes de eso –le respondí –. Mira, ven.

Le extendí mi mano y ella me la tomó. Casi inmediatamente con mi otra mano la tomé de la cintura y la introduje en el pasillo. Puse ambas manos en su cintura firmemente y la besé. Ella me abrazó también e introdujo su suave y pequeña lengua en mi boca. Me sorprendió. Iba dispuesto al rechazo, pero incluso levantó su pierna envuelta en medias transparentes, y envolvió con ella la mía. Bajé mi mano y acaricié su pierna subiendo por la abertura de su falda abotonada, hasta ponerla en sus duras nalgas. Mientras tanto le besaba el cuello y le decía cosas que no se pueden escribir.

Cuando escuche que se abría la puerta ya estaba demasiado excitado para detenerme, y solo la ignoré. Pero ella si se preocupó y me empujó. Junto con eso sentí como se cerraba la puerta.

–¿Qué pasó? –le pregunté asustado.

Ella, con el labial corrido, me dijo:

–¡Entró Jorge! –Se puso a llorar, y me abrazó –. ¡Ahora me van a echar! –decía abrazada a mi mientras me daba puñetazos en el estomago y en el pecho –.¡Por tu culpa, por tu culpa!

Me asusté en serio y no atiné a nada más que a bajar a la bodega para contarle a McKane lo ocurrido. Le dije que necesitaba hablar con él. Él le avisó a su nuevo asistente que iba a hablar con migo un rato.

Sólo se rió y me felicitó, como un papá que se siente orgulloso de su hijo. Me dijo que tal vez Jorge no iba a decir nada; porque ni siquiera se atrevió a decirnos nada cuando estábamos ahí. No me sirvió de mucho.

Busqué a Jorge por todos lados, pero no lo encontré, no me atreví a preguntarle a nadie si lo habían visto. Así que volví a la disquería donde estaba Pamela todavía agitada.

–¿Qué pasó? –me preguntó.

–No encontré a Jorge. En eso andaba. –le dije. Y ahí me di cuenta de que lo que realmente estaba haciendo era contarle la aventura a mi amigo. “Que feo, Iker”, me dije a mi mismo.

Esa tarde no paso absolutamente nada. Me quedé en silencio y Pamela también. La diferencia era que ella si estaba asustada, le temblaban las manos. Incluso en un momento se le cayeron unos discos. Ya no estábamos solos, había llegado una compañera de trabajo. Así que fui a ayudarla a recoger los discos, le puse la mano en el cuello y la acaricié con mi pulgar, diciéndole en voz muy baja:

–Tranquila, no va a pasar nada.

–Yo necesito el trabajo. Voy a hablar con Jorge –me dijo, mientras agachaba la cabeza –. Voy a hacer lo que sea necesario.

Pasaron dos semanas. Jorge solo me ignoraba. Pensé que ya no había pasado nada, que había sido todo olvidado. También Pamela se veía más tranquila y pensé que había negociado con el supervisor de la peor manera. Pero al final de esas dos semanas me llamó mi papá cuando yo estaba en el trabajo.

–¡Iker! –me dijo –. Lo que más te encargué es que te portaras bien. Y mira con la que me sales. Te metes con la hija de uno de los pastores.

–Yo no sabía eso papi –me disculpé.

–¿Y tampoco sabías que esa niña tiene problemas mentales? –me preguntó – ¡tiene esquizofrenia!... Además en pleno horario de trabajo. Yo sabía que no podía confiar en ti Iker.

Sabía que tenía algunos problemas pero no me imaginé que fueran tan serios como la esquizofrenia.

–Esta bien. Voy a renunciar hoy mismo –concluí.

Varias personas sabían lo que había pasado por boca de Jorge. Pero finalmente todo quedaría en un círculo cerrado de discreción para salvaguardar la honra de la niña que había sido atacada por un abusador que se aprovechó de sus problemas mentales.

Al terminar de hablar con mi papá, me fui al baño a mojarme la cara, ahí escuché la voz de Jorge hablando con unas de las niñas de la disquería. Le hablaba sobre el esfuerzo y los golpes de la vida que nos obligan a madurar. Todo aquello que me parecía una estupidez de un cinismo terrible.

Lo esperé. Cuando entró yo estaba secándome las manos con una toalla de papel.

–Jorge. Por fin solos amigo mío –le dije en tono irónico –. Me urge hacerte una pregunta: ¿No hay nada que puedas hacer para sacarte esas tetas? –Le apreté con la mano uno de sus pechos –. Digo. ¿Cómo vas a encontrar una esposa si tienes esas cosas ahí? –No dijo nada, solo se sonrojó mucho y se puso a temblar. Lo arrinconé y seguí –. O tal vez te sirven, digo, a lo mejor te sirvieron para conseguir este trabajo. Es muy raro que hayas ascendido tan rápido. A lo mejor a los jefes les gustan tus tetas.

Me pegó en el brazo con el que lo sostenía e intentó pegarme, lo esquivé varias veces soltándolo. Finalmente apreté con mi mano su cuello, lo sostuve un par de segundos y finalmente los solté.

Después de esa patética escena, fui a presentar mi renuncia. Volví temprano a la pieza en la que alojaba y me cambié de ropa. Volví y fui a despedirme de McCane, pero antes pasé a la disquería a despedirme de Pamela.

–Hola niña –le dije –. Renuncié, me voy.

Solo hizo un gesto de disconformidad.

–Me voy de Chillán, ojala nos volvamos a ver alguna vez –le dije.

–Sí, ojala –me dijo –. Pudo haber sido una linda historia. Ojala nos volvamos a ver para intentarlo de nuevo.

Le sonreí y me largué.

Mi despedida de McCane fue mucho más larga y emotiva llena de palabras simpáticas y buenos deseos.

Así terminó mi paso por la librería. Me quedé alojando en la pensión como un mes más. Había dejado de ir a los cultos y solo me dedicaba a vagar lo más posible antes de volverme a Santiago. Daba vueltas por las plazas y revisaba libros usados, compraba algunos, los leía mientras me desayunaba un pan con arrollado huaso con un yogúrt; “desayuno de campeones”; con lo que resistía todo el día. Un sábado en la mañana llamé a mi mamá desde un teléfono público que estaba en la plaza.

–Hola mami. ¿Oye esta mi papi? –le pregunté.

–No ahora no está, fue al persa a comprar unos repuestos para el auto. Está súper enojado contigo. No entiende porque todavía no quieres volverte.

–“Dando jugo” nomás –le contesté.

–Pucha que nos saliste desordenado Ikito. ¿Qué piensas hacer con tu vida?

–No soy tan desordenado. Es que tengo pura mala suerte nomás mami. Desde que nací. Yo creo que Dios no me ama. De hecho debe tenerme mala onda.

–¡No digas eso nunca Iker, ni en broma! –me reprendió mi mamá –. Tú tienes una familia que te ama, nunca te ha faltado nada. Cuantos niños quisieran tener las oportunidades que tú has tenido. Lo que pasa es que tú siempre te las farreas. Deberías empezar a ponerte las pilas ¡¿Ni siquiera tienes pensado estudiar algo?!

–No si eso sí, voy a estudiar.

–¿Cuándo?

–El próximo año yo creo. Dile a mi papi eso, que quiero estudiar. Una carrera como humanista. –Tenía en mi mano un libro de sociología de Tristan de Altaide –. Sociología podría ser ¿por qué no?

–Mmmmh –dijo al otro lado del teléfono mi mamá –. Ya, yo le digo a tu papá.

>>Oye –cambió de tema –, te ha llamado harto este niño Eric. Quiere que lo llames me dijo que te diera su nuevo teléfono para que lo llamaras. –me lo dio y no hablamos mucho más.

Después me fui a sentar a un banco de la plaza a pensar en que hacer. Estaba claro que me iban a echar de la pensión en un par de días y no tenía de verdad muchos planes para el futuro. “Tal vez Eric tiene algo en mente. Por extraño que suene”, Pensé.

Lo llamé y conversé con él un rato.

–Buenas Iker, ¿Cómo estás? –me dijo desde el teléfono.

–Bien, ahora estoy en Chillán. Sin mucho que hacer además de darme vueltas por la plaza y leer libros usados.

–¡¿En Chillan?! ¡Yo estoy en Conce huevón, vente al tiro! Acá estamos como reyes tenemos de todo.

–¿Tenemos? – dije pensando que estaba con alguna mujer.

–Estoy con el Gato y un viejo penquista que es nuestro jefe y con el que vivimos. Llevo como dos mese viviendo acá.

–¿El gato? –pregunté. Pensé un segundo y recordé que así le había llamado alguna vez Orlando a mi viejo amigo Alfonso –. ¡Alfonso! –exclamé–. ¡Estas con Alfonso!

–Así es –me contestó.

“Genial”, pensé. Aunque no sabía en que estaban y no quise preguntárselo; no quería saberlo por teléfono. Así que sin más fui a empacar mis cosas y volví al Terminal de buses para comprar mi pasaje e ir al encuentro de mis camaradas.

Llegado al terminal tomé un taxi hasta la dirección que me había dado Eric. Era una calle muy vacía, muy ancha y sin nada de vegetación, ni siquiera un árbol. Era un día de finales del invierno como agosto pero había sol y hacía calor. Caminé con mi mochila y mi bolso, entré esas polvorosas calles hasta llegar a un gran galpón. Estaba vació. Era todo color gris y plomo. El sol golpeaba sin resistencia sobre el concreto del piso, las paredes, la árida y polvorosa tierra, las arenosas y brutas estructuras incoloras. Si acaso había en algún lugar una planta, un árbol o un intento de vegetación contra la tiranía de ese desierto, solo hacia ver más árido aun ese paisaje.

–¡Oiga! ¡¿Qué anda buscando?! –dijo a la distancia una mujer desde la ventana del segundo piso de una pequeña casa que se encontraba a un costado del galpón.

–¡Hola! ¡Busco a Eric! –le respondí.

–Ah, espere –dijo cambiando de expresión, a una más amable.

Al rato salió de la misma casa Eric. Vestía con un overol de mecánico azul, con la parte de arriba sacada, colgando. Solo con una polera sin mangas.

–¡Iker, que bien te vez! –Hizo un gesto con su mano refiriéndose a la barba de candado que yo estaba usando – ¡Te he echado de menos!

–Hola. Gracias –dije mientras me abrazaba.

–Vamos. Mira, aquí esta el Gato.

Sacó de su overol un llavero circular, con muchas llaves. Abrió la puerta del galpón. Era un espació muy amplio, con muchos autos, todos muy modernos. Caminamos algunos metros entre los autos hasta llegar al lugar donde estaba un Mercedes Benz. En el volante estaba Alfonso probándolo, haciéndolo sonar.

–Hola Iker, que alegría de verte –me dijo desde adentro del auto –. Espérame un minuto.

–¡Cómo estas Alfonso! –le dije a modo de saludo.

Se bajo del auto, me dio la mano y me preguntó.

–¿Ya almorzaste?

–No –le contesté.

–Vamos, que nosotros tampoco.

Fuimos hasta la casa contigua donde estaba la señora que vi a apenas llegué. La casa estaba pintada por dentro de un tono amarillo pastel, las ventanas eran muy grandes y todo se veía muy iluminado. En el primer piso estaba el baño y uno comedores a los que no les hallé mucho sentido. En el segundo piso estaba la cocina y la mesa en que nos sentamos. La mujer estaba parada en la puerta de una habitación. La saludé con un “hola, mucho gusto”. Le extendí la mano y me correspondió, se dio la vuelta y se metió a una habitación en que alcancé a ver de pasada una cama matrimonial. Se escuchaba desde ahí el sonido de un televisor con alguna teleserie brasileña de media tarde. Me extrañó un poco porque era día sábado.

Alfonso sirvió los platos con cazuela de vacuno y abrió un vino tinto que se veía bastante fino.

–Oye Alfonso ¿acá no tienes wisky? –le pregunté.

–En la casa tengo una botella –dijo sonriendo el viejo.

–¿Qué casa? ¿Donde están viviendo? –pregunté.

–En la noche vas a ver. No queda muy lejos. Mientras tanto come que vas a necesitar energía para más tarde –dijo Eric, que miro a Alfonso y ambos se sonrieron, de manera cómplice.

Me puse a comer en silencio y después de un rato Alfonso me preguntó:

–¿Sabes de mecánica Iker?

–No mucho –le respondí, con la boca llena y un pan en la mano.

–Acá vas a tener que aprender –dijo determinante.

–Está bien. No tengo problemas; pero cuéntenme de que se trata el negocio. Sean sinceros.

–No es la gran cosa –intervino Eric –. Solo arreglamos y refaccionamos autos robados. Yo conseguí la movida, conozco de antes al esposo de la señora esta –apuntó a la pieza donde estaba la mujer viendo telenovelas –, que es el encargado. Y se me ocurrió invitar al gato a participar. Se trata de arreglar, pintar, desabollar. Trabajamos para una especie de mafia del robo de autos de acá de la octava región. Nosotros solo arreglamos y devolvemos. –Hizo una pausa y dijo –: Espero a que no te pongas moralista a estas alturas del partido.

Me quedé callado un rato, y dudé. No me gustó mucho la idea, pero pensé: “no tengo muchas opciones, ya llegué a este punto. Que sea lo que tenga que ser”.

–No hay problema Eric –dije serio después de la pausa.

Después comenzaron a preguntar por mi vida. Qué había hecho en todo este tiempo. Les conté algunas cosas a grandes rasgos de mi paso por Chillán. No todo, omití algunas cosas que me parecieron que no venían al caso como el porque había tenido que renunciar a la librería y a la iglesia. Ya había usufructuado demasiado de esa historia y de la pobre Pamela.

Cuando ya estábamos tomándonos el café y los tres fumábamos unos habanos que a Alfonso le habían enviado desde cuba, a los que no me quise negar. Les pregunté directamente:

–¿Y no hay planes de hacer algún “movimiento” como el de San Antonio? –Tenía que preguntar, después de todo era la verdadera razón del por qué estaba ahí.

Alfonso sonrió.

–Iker se volvió un adicto a la adrenalina –dijo dirigiéndose a Eric que dio una carcajada –. Algo hay. Tengo algunos contactos pero todavía nos les puedo adelantar nada –dijo Alfonso.

–¡Qué huevada Alfonso! –levanté la voz enérgico –. ¡Hasta cuando con esa desconfianza! Inclúyenos. ¡Bájate de tu pedestal huevón!

–No es desconfianza Iker –dijo en tono incoloro y extremadamente serio –; pero un buen estratega tiene que saber como manejar a su equipo. Si les cuento ahora solo terminarían acumulando ansiedad. Y tú Iker, tú en especial, eres demasiado impulsivo, te obsesionas y te desenfocas muy fácilmente ante la presión. Te falta mucha frialdad. Lo que podría ser fatal para nuestra causa.

“De que causa estará hablando este viejo loco”, me dije. Pero no quise seguir discutiéndole. No iba a ganar nada, pensé, sería solo gastar palabras, hablarle al viento.

Fuimos a la casa donde estaban viviendo. Era una casa increíblemente parecida a la que Alfonso tenía en Cartagena. De estilo clásico. Yo me duche y ellos que se habían bañado en el taller solo se cambiaron de ropa. La ropa era cara, se notaba que les estaba yendo bien, pensé. Alfonso usaba un traje formal, negro entero y Eric, no se veía muy distinto, pero a él no le quedaba el estilo, era muy joven para el estilo, que a mi me parecía, terrorista internacional; parecía más que iba a una fiesta de disfraces. Obviamente estaba ya demasiado influenciado por el viejo. Alfonso podía sentirse orgulloso, pensé; ya tenía un lacayo.

–¿Van a salir? –les pregunté.

–“Vamos a salir” –respondió Eric incluyéndome –. Es la sorpresa que te tenemos.

Sin cambiarme de ropa los acompañé. Vestía simplemente unos jeans y un polerón canguro negro. El lugar no era muy distinto a lo que me había imaginado. Era un burdel como los de las películas, “una casa de putas con todas las de la ley”, pensé. Con luces de colores y cortinas de terciopelo rojo con flecos y todo lo demás. Dentro de ese contexto las apariencias de Eric y Alfonso, que me parecían de cafiches, no desentonaban para nada con el lugar.

–¡Traigan a la Blanquita para que converse con mi amigo! –voceó Alfonso mucho más animado de lo que yo jamás lo había visto.

La Blanquita esta indispuesta –dijo una de las mujeres sentada en las piernas de un viejo más o menos gordo, padre de familia promedio, me pareció.

Alfonso estaba junto a una mujer que aunque era la mayor, me parecía la más atractiva del lugar. Se veía que ya tenía una relación de amistad más o menos profunda con Alfonso.

–¿Este es tu hijo? –preguntó la mujer.

–No es mi amigo –contestó el viejo –. Ya te hablé de él, el que te dije que era especial para la Blanquita. Búscala. No seas mala y búscala, quiero que conozca a mi amigo. Hazlo por mí.

–No te preocupes –intervine, tratando de salir del paso –. Yo busco solo si hay alguien que me guste.

Me ignoraron y se fueron. Ahí me quede observando a la gente y a las mujeres. Odié ese espectáculo. Vi a Eric conversando con varias de las chicas. Las hacía reír mucho. Él no necesitaría pagarles pensé. Lo estaba viendo en su esencia, estaba hecho para ese ambiente.

Una mujer que me pareció un poco pasada de peso se me acercó y comenzó a ofréceseme.

–No. Estoy esperando a otra niña –le dije.

Hizo como si no me hubiese escuchado y me preguntó si le quería tocar los pechos. Me negué y le pregunté donde podía conseguir un wisky. Otra vez hizo como que no escuchaba.

En eso estaba cuando llegó la mujer que estaba con Alfonso hacia un rato. Venía acompañada.

–Anda a atender a otro cliente –le dijo a la que me acosaba –, Este esta ocupado –y se fue.

»Este es el amigo de Alfonso –dijo esta vez dirigiéndose a la niña que venía a su lado. Los dejo para que se conozcan.

Era una chica de unos dieciocho o diecinueve años, tal como yo; tez blanca, cabello castaño claro, ondulado y ojos verdes; vestía con zapatillas negras, jeans y un polerón de canguro verde y no usaba maquillaje; se veía totalmente disonante con todo ese ambiente. Pequeña, delgada, frágil al punto de producirme una conmoción en pleno corazón con su fragilidad.

–¿Cuál era tu nombre? –me preguntó sacándome de mi estupefacción.

–Iker –le respondí nervioso –. Mi nombre es Iker.

–Ja, ja, ja –rió –. Que chistoso tu nombre.

–Si, es un poco raro –le respondí.

–¿Y a que te dedicas? –me preguntó.

–Estudio sociología – mentí.

–Pero que interesante –lo dijo riendo en un tono más o menos irónico, me pareció –. ¿Y estudias acá en la U. de conce?

–Sí… Oye no necesitas hablar de estas cosas con migo. No soy tan latero como te imaginas. –la miré con miedo a su reacción.

Solo se rió con ganas.

–No, si no creo que seas latero –me aclaró –. Pero se nota que eres distinto a los hombres que vienen siempre a este lugar. Pero ¿qué se te ocurre entonces? –preguntó.

–Por lo pronto sácame de aquí, no me gusta este ambiente.

–¿No? Yo ya estoy acostumbrada.

–Disculpa, no te ofendas. Lo dije sin pensar.

–No te preocupes ¿Te parece que vallamos a una de las habitaciones al tiro? –me preguntó.

Lo dudé un segundo pero finalmente accedí.

Ya en el lugar pase al baño. Me miré al espejo. Eran demasiadas las sensaciones. Para empezar tenía miedo, por otro lado no era la forma, así no debería ser mi primera vez y por ultimo: ella no me parecía de ninguna manera una puta. Era más una princesa. Pero “a veces un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer”, me dije.

Salí del baño y ella estaba tendida en la cama, sin el pantalón y sin las zapatillas solo con calcetines, el polerón y unas pantaletas blancas. Mostrándome sus hermosas y frágiles piernas cruzadas.

Me miraba y se reía. Sonreía, pero de vez en cuando soltaba unas pequeñas risitas infantiles.

–No estás ebria –le dije –, pero algo tienes. ¿Qué te tomaste?

–Nada –respondió de manera traviesa.

–¿Qué te tomaste? –dije con voz seca y séria, como entrando en su juego.

–Hongos –dijo de manera más traviesa aun.

–¿Te quedan?

Sólo sonrió.

–¿Donde están?

Abrió el cajón del velador, y sacó un plato con un olor muy fuerte. Todavía se veían tibias aquellas cosas blancas que estaban sobre el plato. Me senté en la cama y ella extendió el plato hasta ponerlo justo frente a mí, y tomé un pedazo de hongo, y me lo metí a la boca. Su jugo se deslizó por mi paladar hasta llegar a mis amígdalas. Tragué saliva para deslizar la espesura tibia que se acumulaba en mi garganta.

–¿Esta rico? –me preguntó.

–No tiene sabor –contesté.

Ella se comió otro, me miro y sonrió con los ojos mientras masticaba con la boca cerrada.

–¿No será mucho? –le pregunté.

–Es para emparejarme contigo –dijo.

Me fui a revisar unos discos que estaban junto a una radio portátil con lector de compactos.

Bjork, Portshead, Anathema, Lagrimosa –Leí en voz alta –, eres una puta muy rebuscada en tus gustos musicales –añadí.

Me lanzó una botella plástica vacía que me dio justo en la cabeza.

–No me digas así –dijo, y se largó a reír.

Yo solo la mire. No me gustó nada el exceso de confianza. Aunque yo me lo había buscado.

Entre todas esas cosas encontré el disco de la banda sonora de Great Expectation y lo coloqué. Me senté en la cama y dejé pasar los primeros dos temas pensando que estaba en el efecto. Ella bailaba en la cama de manera sensual. Yo estaba sugestionado, más bien. Al tercer tema, el principal, Life in mono, vino el golpe verdadero, los músculos de la cara se me tensaron, las pupilas se me dilataron de golpe dejando entrar un cúmulo de luz que parecía llevar años intentando entrar en mí, desde mi infancia que no veía el mundo así, sentí. Un calor súbito me sobrevino como desde la medula de la espina.

Sin poder contenerme salté de golpe sobre la cama. Tomé a la niña entre mis brazos me di un par giros como bailando y di un saltos desde la cama hasta el suelo con ella entre mis brazos. Sentí mis piernas caer, firmes y contundentes; y luego, como si el tiempo se detuviera su piernas frágiles cayendo y cediendo contra el piso. Se desplomó.

–Perdona –le dije, con la cara ardiendo en llamas, de pura vergüenza –, no pude evitarlo.

–Ja, ja, ja –se rió –. No importa.

Siguió dando giros por toda la habitación. Yo me senté en un mueble y la contemple. Verla ahí bailando sola me parecía un sueño.

–Podríamos salir de acá –le dije sin pensar realmente lo que decía.

–¡Buena idea! –exclamó ella después de detenerse encima de la cama y pensar un poco.

Desconectó la radio y salió de la habitación, sin siquiera ponerse los pantalones.

Yo me quede estupefacto, pensé por un minuto que simplemente se había arrancado, pero luego la seguí. Todavía el lugar estaba lleno de gente, corrí entre ellos siguiendo el sonido de la radio, que era a pilas. Sonaba ya, la voz de Chris Cornell cantando Sunshower. Me metí entre la gente hasta encontrar una pequeña cocina y en el fondo una puerta. La abrí y me vi en un jardín grande, al final de él había una cancha de tenis. Caminé hasta ella pero antes de llegar me percaté que aun costado había una piscina armable, como de un metro de altura. Donde estaba Blanquita, como la llamaban, sentada en el pasto, con las piernas desnudas envueltas en sus brazos.

Corrí hasta donde ella estaba y ella se levantó y corrió también hacia mí. De un salto se colgó de mi cuello y me besó en los labios. Mientras yo giraba varias veces con ella entre mis brazos. Cuando me detuve ella siguió abrazada a mi. Sonaba en la radio la clásica Bésame mucho.

Un rato más tarde, cuando yo estaba sentado en el pasto con su cabeza en mis piernas y mirando las estrellas que se reflejaban en sus grandes ojos verdes. Apagué la radio.

Me miró extrañada.

–No quiero más música –le dije –. Estoy demasiado atraído por todo. ¿No sientes como que algo te estuviese llamando? Las cosas mismas. La música lo único que hace es desviar la atención. Todo lo que vemos, los colores los espacios y las formas son impactos de luz que repercuten en nosotros. Antes la gente pensaba que todo era continuo, que las cosas eran siempre de una manera determinada. Pero no es así. La luz es intermitente, una vibración, una pulsión, un latir como el de tu corazón –dije mientras le tocaba el pecho –. Las estrellas, la noche, el pasto, tú; son todos ritmos, es todo música y aquí contigo ya no necesito música. La musicalidad de tu mirada me basta.

–¿Qué es mi mirada?

Sonreí; y lo hice porque sentí que ella había comprendido.

–Luz descarriada –contesté.

–Sí –dijo sonriendo –. Eso es –y cerró los ojos –. Dime más.

Continué inventando cosas para decirle, estimulado por el alucinógeno, durante toda la noche, como nunca lo había hecho.

Ya en la habitación dormí, pero la efervescencia de los hongos todavía presentes me despertó.

–¿Qué puedo hacer? –dije en voz alta pero dirigiéndome a mi mismo. Pensaba en mi futuro y en cosas personales.

–No lo sé –respondió sorpresivamente Blanquita, que yo pensaba se había quedado dormida acurrucada a mi lado –. Si no quieres bailar, no quieres follarme, no quieres nada. No se me ocurre.

–“Yo no seré un amante pero tu tampoco eres una bailarina” –dije riendo.

Ella levantó la cabeza y me miró de forma interrogativa.

–¿Tú quieres que te folle? – pregunté.

–Esa es una pregunta injusta Iker –dijo mientras volvía a apoyar su cabeza en mi pecho –. No sé si te das cuenta de la situación en que estamos.

–No quiero –le dije –, aunque si tengo ganas. Sería mi primera vez –volvió a levantar la cabeza y me miro con sorpresa – y no es así como quisiera hacerlo. Además de que tú misma te enojaste cuando te llamé puta. A mi no me lo pareces.

–Lo soy –dijo.

Me dediqué el resto de la noche a acariciarle el cabello, hasta que nos dormimos.

Cuando desperté estaba debajo de una frazada, que ella había puesto para el frió. Ella se había quitado el polerón y solo la cubria una liviana polerita sobre el sostén.

Me levanté, cuestionándome el no haberle hecho el amor a esa niña. Fui al baño de la pieza a lavarme la cara, no quise salir de la habitación. Con mis dedos acaricié su cara durante algunos minutos hasta que se despertó.

–Tengo un problema –le dije susurrando mientras ella abría los ojos –. No tengo ni un peso.

Sonrío y se acurrucó en la cama.

–¿No sabes? –me preguntó.

–¿Saber que?

–Ustedes no pagan. Ninguno de los tres. Por orden de Isabel, la mujer que nos presentó. No sé muy bien que relación tienen ella con el Gato, pero el se atiende solo con ella. Tú amigo Eric tampoco, por la orden, y además aquí a todas nos gusta, es súper simpático y atractivo –concluyó, cerrando los ojos y acurrucándose aun más.

–¿Has estado con Eric? –dije en un impulso de celos y envidia –. ¡Que pregunta! obviamente sí –me autorespondí.

Sonrió, todavía con los ojos cerrados y dijo sin inmutarse:

–No, nunca. No por falta de ganas. Lo que pasa es que el Gato e Isabel lo prohibieron. Desde que me vio creo que me eligió para ti.

–Que extraño –dije. Y me fui al baño de nuevo.

Cuando salí le pregunté.

–¿Todavía te quedan honguitos?

–Sí ¿Por qué?

–Pensé que podríamos juntarnos mañana en la mañana para conversar, no sé, en los pastos de la universidad. Y ahí podríamos comernos otro.

–Sí, por qué no –dijo ahora sentada en la cama. Y me dio una dirección, para que nos juntáramos.

–Y otra cosa ¿Cuál es tu nombre? –pregunté.

–Acá me dicen Blanca o Blanquita, pero mi verdadero nombre es Francisca, aunque los más cercanos, fuera de acá, me llaman Xisca. Y tu no te llamas Iker ¿cierto?

–Sí, ese es mi nombre. Iker –contesté.

Me fui feliz hasta la casa caminando. Algo me había pasado, me sentía como otra persona, como que había dado un paso, subido un escalón en mi madurez, pese a no haber hecho el amor esa noche.

Al día siguiente la esperé, donde ella me había dicho. Me había arreglado; hasta colonia de Eric me había puesto. Pero ella nunca llegó. Ahí se reventó el globo, pensé en que éramos sencillamente diferentes. Que no había futuro entre los dos; que era lo que me había imaginado; y ella también lo sabía de mucho antes.

Mientras volvía a la casa peleaba mentalmente con Alfonso. “Viejo maricón, viejo tonto”, decía mientras caminaba. Sabía que era un buen estratega y estadista, pero eso era ridículo; pensé que sabía que poniéndome esa mujer en frente me tendría a su merced. Me atacó en mi punto débil. Lo mismo tenía que haber hecho con Eric, pensaba. El mismo había reconocido, que necesitaba controlarnos.

Los siguientes días, me dediqué solo a trabajar en el taller. Aprendí mecánica muy rápido. Trabajaba todo el día arreglando autos. Me obsesioné con los autos. Cuando se arreglan cosas, todo tiene sentido, la mente se aclara, se concentra, se olvida por un instante todo el caos. De hecho el arreglar, el armar y el crear son las accione humanas que han validado la teoría del caos mucho antes de esta ser enunciada. Desde niño siempre tuve el interés de arreglar cosas, armaba, desarmaba y volvía a armar. Si algo no funcionaba no podía conciliar el sueño. Ese rasgo obsesivo de mi personalidad varías veces me jugo en contra y muchas otras a favor, como en este caso en que solo pasaron dos o tres semanas y me convertí en mejor mecánico que mis dos amigos y parejo con Manuel el dueño del taller.

Mi dedicación me había hecho olvidar la rabia que tenía con Alfonso, aunque todavía pensaba mucho en Xisca. Un día de septiembre en que estaba trabajando en el circuito eléctrico de un auto, llevaba ya dos días enteros y no había podido solucionar el problema. Mis compañeros de trabajo me habían estado observando, se habían percatado de que yo ya no estaba yendo a almorzar y que al final del día Manuel me tenía que echar del taller para que yo me volviera a la casa. Hasta ese día, cuando Alfonso se me acercó.

–Estás trabajando mucho estos días –me dijo.

–Déjame. Me gusta trabajar –le respondí.

–No es bueno que te obsesiones Iker, no te hace bien –decía mientras fijaba la vista detenidamente en el circuito en el que yo estaba trabajando.

–Así mantengo la mente despejada.

–¿Despejada de qué? –me preguntó – ¿de Blanquita? ¿Por qué no has querido volver con nosotros a la casa de Isabel?

–Eso no es para mi Alfonso. Después de todo yo soy un predicador luterano nomás.

–¿Sabes que la Blanquita es mamá soltera? –me preguntó.

–No, no lo sabía.

–Tiene una niña de tres años. Desde que la vi, me recordó a ti –prosiguió –. Son pendejos que no se dan cuenta de que no deberían estar tan solos a sus edades. Todo lo hacen por desesperación. –Con su mano cortó un par de cables que yo había unido con soldadura. Yo lo solo lo mire enojado, pero antes de decir cualquier cosa él dijo –: Hay tiempo Iker, se paciente y espera como lo hacen las arañas, no pienses que sabes quien eres tu mismo y quienes son los demás, quién es las Blanquita, por ejemplo. Piensas que porque la conociste como puta no es para ti. A su debido tiempo lo sabrás pero no te niegues a la posibilidad. Estoy seguro que tú vas a ser muy feliz. –Después de conectar los cables de forma opuesta, dijo – Lo importante es que veas en perspectiva –Junto con decir eso hizo contacto, y el sistema eléctrico funcionó.

Alfonso se fue y me dejo impresionado, primero por lo que me dijo, pero principalmente porque siempre lo veía como un pésimo mecánico. Solo el podía hacer que las cosas funcionaran y coincidieran de esa manera. Evidentemente era pura suerte, pero era su suerte. “¡Maldito sea, maldito viejo!”, pensé.

Pase todo el mes de septiembre trabajando. En las noches de semana nos sentábamos a conversar con mis dos amigos sobre política y negocios y a tomar wisky o alguno otro trago. Generalmente yo me iba a acostar antes, cada uno tenía su habitación así que en las noches yo me llevaba la televisión y el VHS para ver películas de la filmoteca de Alfonso. Era solo cine ruso y todo estaba en el idioma original sin subtítulos, así que solo me dedicaba mirar las imágenes, fue así como conocí las genialidades de Eisenstein (Ivan el terrible, Octubre Rojo y El acorazado Potemkin) y también a Starkovsky (Solyaris). Los fines de semana Alfonso se iba a la casa de Isabel hasta el lunes en la mañana y Eric se iba al centro, siempre llegaba a la casa con alguna mujer, una distinta cada vez, incluso una vez llevo dos. Me dejo impresionado.

Así se pasaban mis días hasta el día 30 de septiembre. Cuando Alfonso decidió revelarnos lo que llamó “El primer movimiento”.

Llegó a la casa con una caja de madera que contenía una botella de wisky importado. Nos pidió que nos sentáramos y nos sirvió. Después de dar el primer sorbo, me miró.

–Se acabó la espera Iker –dijo –. Este es “El Primer Movimiento”.

Asentí con la cabeza y mire a Eric, que tenía la mirada fija en mí. Ahora, sin entender la razón, me respetaba y esperaba mi reacción antes que aceptar las ordenes de Alfonso; sentí en ese momento. Volví a mirar a Alfonso y dije:

–Entonces, de qué se trata.

–Es una operación simple pero muy importante. Un grupo de ambientalistas de aquí de Concepción ha reunido suficiente información para cerrar varias industrias por violación a las leyes internacionales de medio ambiente. El problema radica en que este grupito quiere iniciar una batalla por la vía legal, con una demanda ante los tribunales internacionales. Mi contacto en cambio trabaja para una organización revolucionaria internacional de nombre reservado, que piensa que esta información, que es secreta, solo debe ser usada como legitimación de un atentado violentista, a posteriori; no utilizada en la legalidad, ya que eso representaría un retroceso de la conciencia, legitimando así la institucionalidad, siendo esta una excelente oportunidad para hacer entender que la vía revolucionaria es la correcta para enfrentar a la injusticia y los abusos.

»Nuestra misión consiste en apoderarnos de esta información. Vamos entrar en la casa de la encargada del proyecto pasado mañana a las dos de la madrugada en punto. –Sacó tres relojes de pulsera idénticos y los repartió uno a cada uno.

–No estoy de acuerdo –dije –, no me convence el argumento. ¿Por qué tenemos que entrar en la casa de una persona que finalmente está luchando, no importa la forma, por una causa que es justa? ¿A caso no todas las formas de lucha son válidas? –dije citando a Marx.

–¿Tenemos que robarnos la información Gato? –pregunto Eric inquieto.

–No se trata de robar nada. Sino de apoderarse –respondió –. Ellos tienen respaldo de todo. Nosotros necesitamos un par de discos que a mi contacto le consta que existen y sabe exactamente donde se encuentran. Ahí esta toda el material que además de contener razones que legitiman un posible atentado, revela detalles técnicos que podrían ser de gran utilidad para llevarlo cabo. –Alfonso ya hablaba hasta con un cierto acento ruso.

–No lo sé –dije. Me paré y me fui a mi pieza. Mientras Eric y Alfonso seguían conversando.

Más o menos media hora después Eric entró a mi pieza, sin golpear como de costumbre mientras yo escuchaba a buen volumen Sonatas e Interludios para piano de John Cage.

–Iker, es rebuena la plata y además es un trabajo súper fácil –me dijo.

–Eric, tranquilo, ya estoy en esto, tu sabes que no puedo negarme –dije. Sin embargo estaba lleno de dudas.

Eric se fue tranquilo y feliz a comunicarle mi respuesta afirmativa Alfonso.

A las doce de la noche del siguiente día nos encontrábamos los tres vestidos de negro entero, sentados en una plaza de la comuna de Coronel escuchando al contacto de Alfonso darnos información. Era un tipo más o menos gordo, casi sin cuello, de corbata y con la cabeza grande. Sudaba mucho mientras nos hablaba.

–Se llama Vivianne Benedetti –nos decía –, es una documentalista reconocida en los círculos académicos de todo el sur… ahora mismo no se encuentra en casa….

Yo lo ignoraba. Estaba nervioso. Si algo salía mal iba a caer preso y ahí si que se arruinaba todo, pensaba, no podría estudiar y mi familia me iba a odiar. Estaba inquieto, miraba mi reloj cada tres minutos, estaba loco porque llegaran las dos para saltar esa reja de una vez por todas. Cerraba los ojos e intentaba imaginarme en que circunstancias me iba a encontrar la madrugada siguiente.

Cuando llegó la hora nos despedimos del tipo gordo sin cuello, nos pusimos a caminar. Yo sudaba y tenía mucho frío, me dolía el estomago.

Caminamos hasta una especie de vía, un camino muy angosto, que no tenía cunetas, ni siquiera líneas pintadas en el pavimento que limitaran el espacio de los autos y de los peatones. Solo unos estrechísimos espacios no pavimentados, y a los costados se encontraban espesas arboledas de eucaliptos en general, plantadas en terrenos bajos en relación al camino. A lo lejos pudimos observar una gran luz. Era la entrada de un condominio muy grande. Antes de llegar a la puerta Alfonso se metió en el bosque. Se arrastro como por un tobogán, por una empinada bajada hasta llegar al nivel más bajo, nosotros hicimos lo propio. Eran alrededor de siete metros de empinadísima bajada entre el bosque y el camino.

Ahí me encontré con la más cruda oscuridad, las luces de los autos que se vislumbraban en lo alto del camino de nada servían en esa profundidad. Caminaba a tientas siguiendo el sonido de los paso de Alfonso, haciendo crujir las hojas secas de los eucaliptos. El fuerte aroma de los árboles me traía recuerdos perdidos en mi lejana infancia y me hacía olvidar la acumulación de diversos miedos que me habían atacado esa misma noche.

En un punto de ese camino Alfonso gritó: «¡Aquí!» Nos detuvimos y nos dijo que habíamos llegado a un baldo, una alta reja de maya y que tendríamos que pasar. Abrió su mochila y nos pasó unos garfios, dos a cada uno, los lazó y con una linterna iluminó de manera muy tenue el lugar donde los había lanzado. Los tomamos. Era complicado, especialmente en esa oscuridad ir enganchando esos garfios poco a poco de manera ascendente hasta llegar a lo más alto, y luego bajar con el mismo método. La reja debe de haber medido unos cuatro metros de altura. En la bajada cuando me faltaba más o menos dos metros para poner los pies en el piso, me lancé de golpe hasta el suelo. Caí firme, con mis dos piernas. Aunque no sufrí ninguna lesión sentí el impacto fuerte hasta la boca del estomago, pasando por los muslos y las nalgas.

–¿Algún problema? –voceó Alfonso al sentir el impacto.

–¡Nada! –Grité yo –, todo esta bien.

Lo siguiente fue subir una loma que terminaba en una delgada pandereta hecha de ladrillo. Otra vez usamos los garfios para subir; esta vez los enterrábamos en la tierra para impulsarnos hacia delante y llegar hasta la muralla. Ya en el muro que media menos de dos metros de alto, nos quedamos un rato descansando montados sobre él mirando la casa de nuestro objetivo que se encontraba exactamente al otro lado. Era un terreno muy extenso, todo cubierto de pasto, ni un árbol, ni un auto, nada a excepción de la propia casa que impidiera la vista hacia el otro lado del condominio, además de que unos postes de luz iluminaban fuertemente ese césped. Las otras casas que desde ahí se veían todas con árboles y garajes, pero esta no. La casa era amplia de superficie de granito verde oscuro, casi toda la cara trasera de la casa que daba al lugar donde nosotros estábamos eran ventanales, que revelaban oscuridad al interior del lugar. El segundo piso tenía un amplio balcón, y un par de ventanas también oscuras.

–Que bonita casa –dijo Eric, siendo el primero en saltar al césped.

–Debe tener alarma –añadí yo.

–¿No escuchaste lo que dijo el “guatón pastero”? –me respondió Eric refiriéndose al tipo que nos había dado la información –. Que recién se acaban de mudar y no hay alarma.

En efecto yo no había escuchado nada de lo que nos habían informado.

Atravesamos el jardín agazapados, hasta llegar al ventanal. Alfonso sacó de su mochila una herramienta para cortar cristal que yo jamás había visto, la pegó al ventanal y la manipuló de manera tal que formo un pequeño y perfecto círculo en el vidrio, lo golpeó con el puño y el vidrio cedió a la primera oportunidad. Introdujo su mano y abrió la puerta. “¡Entren, rápido!”, exclamó susurrando el viejo.

Yo entré primero y luego Eric.

–Eric, tu te quedas acá en el sofá esperándonos –dijo el viejo –, aprovecha de buscar alguna cosa que nos pueda ser útil si quieres. Iker revisará las habitaciones arriba, si hay alguna biblioteca o algo y yo voy al lugar donde se supone que están los discos.

-Okay -dijimos ambos.

Yo subí corriendo las escalas, arriba había un pasillo con tres puertas. Abrí la primera era un dormitorio de bebé con una cuna y un móvil colgando en el techo. No me interesó.

La segunda puerta se encontraba cerrada con llave. La tercera puerta se abrió y era una sala muy amplia con una mesa de dibujo al medio. Todo se iluminaba con las luces exteriores, pero decidí prender la luz para revisar si había algo que pudiera ser de utilidad. Era una habitación completamente blanca y con muchos cuadros que me parecieron muy extraños colgados en la pared. Todos evocaban una sensación de amplitud que nunca había sentido en mi vida. Me transportaban a un mundo que no conocía en que todo me parecía nuevo; era una sensación tan intensa como las de aquella noche de los honguitos y Xisca. Como un manantial de luz ingresando por mis pupilas. Colores celestes, de mares y cielos infinitos, situados en las alturas. En uno me pareció ver voces naciendo en altas torres, fundiéndose con el viento en la cordillera. Cuando me acerque más me percaté de que aquello que me pareció tener forma de voces eran cuerpos abrazados. En el siguiente cuadro vi exactamente los mismos transparentes cuerpos amplificados; dos brazos de hombre que abrazaban en perfecta simetría la cintura de una mujer, mientras descendían desde una torre “más alta que el hombre y el tiempo”, como había leído hacia poco. Desde aquellas simetrías el amor infinito subió a mí, y me sentí pleno, como en compañía de una mujer.

Al sentir un ruido fui hasta el escritorio, tomé un bosquejo hecho a grafito, con el rostro de una mujer sonriendo de manera muy cálida. Era la sensación de una suave brisa en la playa una tarde de verano. La tomé, la doblé y la guardé en mi mochila.

Al salir de la habitación entre en la primera puerta que había abierto, la habitación de bebé. Entré y como un golpe de corriente fue ver en la cuna una niña de unos tres o cuatro años, con los ojos abiertos de par en par mirándome, sin decir nada, sin gritar sin llorar, nada, solo me miraba.

Salí corriendo de esa habitación a avisarle a Alfonso que había gente en la casa. Estaba al borde del llanto. Un miedo que nunca había sentido me recorría.

Al llegar el primer piso ni siquiera me percaté de que Eric ya no estaba ahí, como El Gato le había indicado. Me interné siguiendo el camino por el cual había visto desaparecer a Alfonso. De pronto, muy agitado, sin percatarme de nada fui embestido justo a la altura de la puerta de la cocina, por el costado contrario. Caí dentro de la cocina, cuando intente pararme, volví a sentir un golpe, que me lanzó contra una de las paredes. En la pared sentí una mano presionar fuertemente mi hombro derecho. Al levantar la vista una luz del exterior que se filtraba hasta la cocina me permitieron mirar la cara de aquel que me había golpeado. Era un hombre joven, no mayor de treinta años, delgado, más alto que yo, cabello corto negro y mechones de barba rubia y tenía puesta una camiseta de Deportes Concepción, el equipo de fútbol, me percaté. Tenía en su mano un cuchillo de cocina apuntándome.

–¡En la cara no! –fue lo único que atiné a decir.

–¡Cállate mierda! – dijo, y haciendo caso omiso de la petición me dio un golpe frontal con la mano abierta y luego un puñetazo muy duro, ambos me sacudieron la cabeza contra la pared. En ese momento ingresó a la cocina con la niña que había visto en la cuna asía un instante, en brazos, una mujer en pijama de franela con Snoopy y Woodstock en el frente del polerón. Era bellísima, incluso en ese momento y con esa oscuridad me di cuenta; tenia una belleza que yo nunca había visto, definitivamente era la mujer del boceto que me había robado, y la niña era muy parecida a ella. Estaba agitada.

–Cristóbal ¿qué hago? –dijo con la voz quebrada.

–¡Llama a los pacos! –dijo, y me puso la punta del cuchillo en el cuello y la mano en la cara como para que yo no mirara.

La niña se acerco y me miró de la misma forma que lo había hecho desde su cuna hacia un rato. Yo ya estaba colapsado de sensaciones sin embargo pude sentir una dulce euforia en mi interior de aquel mundo onírico, de las pinturas, de la mujer que me parecía la más bella del mundo y la niña que tenía una actitud demasiado mágica.

–¡Dani vaya con la mamá! –le ordenó el hombre.

Cuando la mujer se disponía a marcar el teléfono, la voz de Alfonso llegó hasta el lugar.

–Yo no haría eso don Cristóbal Carvajal –dijo Alfonso desde afuera, sin hacer acto de presencia –. Lo mejor es que suelte a ese muchacho y lo deje ir. Verá, don Cristóbal, nosotros sabemos cosas, como donde usted trabaja; sabemos que la pequeñita Daniela Carvajal va un jardín infantil no muy lejos de aquí, que doña Vivianne Benedetti la va a dejar todos los días a las nueve de la mañana, incluso conocemos la casa de sus padres doña Mónica Aliste, es muy amorosa. Y no estamos solos, téngalo por descontado. Si lo suelta le ofrezco total libertad de acción y aquí no ha pasado nada.

Cuando Alfonso terminó de hablar, Cristóbal soltó el cuchillo y en ese mismo instante con un gran cúmulo de energía acumulada, como en una suerte de catarsis, le acerté al dueño de casa un puñetazo en plena mandíbula. Le di de lleno, incluso creí haber visto sus pies despegarse del piso, cayendo pesadamente sobre el suelo, mientras su mujer daba un fuerte alarido. Fue lo último que escuché y me di a la fuga. Alfonso ya no estaba, por algo le decían el gato, pensé. Eric tampoco se veía. La puerta por la que entramos estaba abierta de par en par. La atravesé corriendo y ni siquiera me di cuenta como salté la pandereta. Me lancé cuesta abajo en el bosque, y corrí lo más rápido que pude. Mientras corría sentí sirenas sonando y eso me hizo correr mas rápido aun, cuando llegué a la alta reja de malla ya estaba completa mente agotado y pensé en descansar pero unos ladridos de perro me ahuyentaron y corrí lo más que pude a lo largo de esa reja en dirección opuesta al camino por el cual habíamos ingresado. Cuando ya no daba más trate de saltar la reja, hice todo lo que puede sin ganchos, y lo logré. Cuando estaba al otro lado justo escuche un balazo muy fuerte, y asustado me lancé desde los dos metros y medio más o menos; pero esta vez no tuve la misma suerte y caí con un solo píe. Se me dobló y me dolió mucho, pero no había tiempo para detenerme.

Así me encontraron los primeros rayos del sol, cojeando por en medio de un bosque, solo y cansado. Cuando quise salir al camino un pensamiento me detuvo: “¿y que pasa si maté al tipo anoche con el combo?”. Me arrepentí profundamente de todo. Pero no podía entregarme, y salir al camino podía ser muy arriesgado en ese sentido. Decidí caminar en sentido inverso.

A las seis de la tarde de ese mismo día me di cuenta de que estaba caminando en círculos, nunca tuve buen sentido de la orientación. Muy entrada la noche recién pude salir del bosque a una suerte de extensas parcelas. No había comido ni bebido en todo el día. Me tendí y puse mi cabeza en la mochila. Desperté al siguiente día y caminé, caminé durante dos días más, no comía, solo bebía agua de los canales que cruzaban las parcelas. Pase por casas y vi gente, pero el miedo a que me reconociesen como el ladrón o incluso el asesino del tal Cristóbal Carvajal me impedía acércame. Dormí en paredones de casas nunca terminadas en medio de la nada, encima de algunas lechugas, incluso en un chiquero con fétidos chanchos, descansé algunos minutos aprovechando la sombra de ese día de octubre.

Finalmente después de dos días y medio sin comer llegué a un lugar cerca de la carretera donde encontré un minimarket. Entré y metí algunas cosas en mi mochila, suflés y queques y algunas latas de cerveza, no tenía un solo peso. Cuando intenté salir me detuvo un guardia.

–¿Puedo revisar su mochila señor? –me dijo.

–¡No! ¡Por ningún motivo! –dije desquiciado.

Cuando tomó mi mochila con su mano le lancé un puñetazo con toda la fuerza que me quedaba. Pero no fue suficiente. El guardia reaccionó y me lo devolvió. Caí al piso desesperado. El corazón me latía como si se me fuese a salir del pecho. La cabeza también me vibraba con fuerza. Entonces pensé: “No puede ser posible, no puede ser el final de mi historia, yo y mi venenosa lengua todavía nos debería quedar mucho por vivir, nada tendría sentido si terminara así”. Escuché a alguien decir, «!tiene epilepsia!», luego vi como me acostaban en una camilla, después de un rato llegó una ambulancia donde me inyectaron suero, en el hospital me dieron una sopa. Nunca perdí la conciencia, sufrí cada segundo de esa terrible taquicardia, de esa verdadera crisis de pánico en que pensé que moriría. Finalmente me dormí.

Cuando desperté estaba en el hospital y un viejo dormía justo frente a mi cama. Lo miré un rato, en su cama, durmiendo, tranquilo junto a la ventana abierta, donde entraba el sol, parecía un perro durmiendo en el pasto. Junto a él había un diario del día doblado y en su velador un montón de otros diarios que pensé debían ser de días anteriores. Así que me desconecté el suero, me acerqué y tomé los diarios y me los llevé. Salí de la sala con miedo de que alguien me atrapara, podía llegar la policía a pedirme mis documentos y descubrir lo que había pasado en la casa del tal Cristóbal. Salí del hospital sin que nadie se percatara, caminé algunas cuadras mientras leía el diario. No decía nada de lo que habíamos hecho así que me sentí más tranquilo. En una esquina me puse a pedirle monedas a los transeúntes que se mostraron generosos. Cuando consideré que ya tenía suficiente dinero me compré un yogurt de esos que vienen con cereal incluido. Aun tenía mucha hambre.

Luego tomé una micro hasta la casa que compartía con mis amigos. Cuando llegué me encontré con la sorpresa de que ellos ya no estaban ahí. Se habían ido me dijo la vecina y me habían dejado con ella mi maleta. No dijeron nada sobre donde se iban. Comencé a sentirme estafado. Fui a la casa de Isabel y pregunté donde estaban, Isabel tampoco sabía nada. Pregunté por Xisca y me dijo que no estaba. Le pedí el teléfono y llamé a mi casa, a la de mi familia. Atendió mi mamá y le expliqué la situación, que estaba solo y sin plata y quería volver. Me había resignado a la idea de la estafa.

Me depositaron, fui al banco, tomé el bus y volví a Santiago.

Mientras iba en el bus contemplando el paisaje, pensé que pese a todo, nada había sido en vano. Que durante todo ese tiempo había madurado realmente, que si me había propuesto en un minuto determinado dejar atrás la autocompasión, había descubierto con total propiedad que era posible lograrlo, que se podían alcanzar metas. Y a fin de cuentas más allá de lo que pensara en ese bus era más lo que sentía. Me sentía como un esclavo que con el esfuerzo de toda su vida había comprado su propia libertad. Que con todo lo injusta que resultará la situación de esclavitud y de tener que comprar una condición la cual debería pertenecernos desde el minuto de nuestro nacimiento. Valía la pena hacer todo el esfuerzo que fuese necesario para lograrla. A pesar de que te estafen, a pesar de que te cobren demás, comprendí que ni toda la injusticia reunida pueden hacer que el mundo sea un lugar que no valga la pena luchar por él.

Me pasé los siguientes meses, practicando con el bajo Warwik y leyendo sobre sociología que sería lo que iba a estudiar. Preparándome en cierta medida. Un día de enero, sonó el teléfono de mi casa mientras yo practicaba con el bajo en mi pieza. Mi mamá contestó. Entró a mi pieza con el teléfono inalámbrico y me dijo que me llamaban. Tomé el teléfono y atendí.

–Alo –dije.

–¡Iker! Tanto tiempo. –Reconocí la voz de Eric.

–¡Y que pasó contigo hijo de puta estafador! –exclamé realmente enfadado.

–Tranquilo no te enojes. De hecho llamo por eso. Tengo tu plata.

–¿Donde estás?

–En Villarrica, vente para acá para que pasemos una semana por estos lados. Yo no pienso ir a Santiago.

–Con mi familia vamos a ir a Valdivia a fin de mes, ahí nos juntamos dame tu teléfono.

–Dame el tuyo mejor –me dijo.

–Ya no confío en ti maricón. –Me molestó que no me quisiera dar su teléfono.

–Es eso o nada. No tienes opción. –Tuve que darle mi teléfono.

–¿Tienes claro que apenas te vea te voy a pegar un combo en el hocico…? –No terminaba de decir eso cuando me cortó.

Fui a Valdivia con mi familia, dormimos en un camping, anduvimos en catamarán, en bote fui a pescar con mi papá, tomamos ron puro con mis hermanos a orillas del Calle-calle una noche de luna llena y muchas cosas más. Estando ahí recibí la llamada de Eric en mi celular y quedamos de juntarnos al día siguiente.

Le pedí a mi papá que me llevara y a él le pareció buena idea ir con toda la familia para conocer esa parte del sur.

Me encontré con Eric en una feria artesanal, se veía bien, con lentes de marca y ropa de moda, parecía un joven de la clase alta, junto a él estaba Catalina, su antigua novia, la que era de “la Dehesa”. Me acerqué y los saludé a ambos. El le pidió a ella que nos dejara solos y ella se fue. Yo la seguí con la mirada y la vi pararse junto a un hombre mayor que me pareció que debía ser su padre.

–¿Y qué cuentas Eric? –le pregunte volviéndome hacia donde el estaba.

–Volví con la Cata como verás –me respondió.

–¿Y que pasó? ¿Ahora tienes plata? –Dije tratando de inquirir sobre la recompensa del Primer movimiento – digo, como tu decías que las mujeres lo único que les interesa es que tengas un buen fajo de billetes en el bolsillo…

Solo me sonrió y no quiso responder.

–Ven acompáñame –me dijo.

Lo seguí y nos sentamos junto a unas palmeras, en una banca de madera barnizada que se encontraba justo a la salida de esta feria.

–Esto es para ti –me dijo extendiéndome un sobre – es lo que pude rescatar. Yo me voy ahora. Ojala nos veamos pronto y espero que cuando nos veamos ya hayas “matado la gallina” –dijo bromeando.

Tomé el sobre y lo abrí. Tenía algunos billetes, los conté, eran doscientos mil pesos.

–Eric ¿me estas cagando? –No respondió, solo se encogió de hombros –. Eric me estas cagando –dije esta vez como afirmación.

–Sabía que te ibas a poner así huevón. Pero es lo que pude rescatar, si a mi también me cagaron. Fue El Gato. Él se fue a España y se llevó toda la plata. Menos mal que yo le había pedido cuatrocientos de adelanto.

Miré hacia ambos lados, buscando razones para contenerme de darle un puñetazo semejante al que le había dado al hombre de concepción. Finalmente con la fuerza de un puñetazo puse mi dedo índice a centímetros de su cara y dije:

–¡Desleal, mal amigo, traidor de mierda! –le grité en la cara –. ¡Nunca más te me acerques rata asquerosa!

Miró hacia un costado y resopló con actitud de agobiado.

Yo me paré y me fui.

Obviamente me había estafado, pensé, tendría que haber sido mas de un millón para cada uno si la operación funcionaba, y juzgando por como se veía Eric y el hecho de que hubiese vuelto con Catalina, tenía que ser algo más de lo que yo había calculado.

Así concluyo la historia de esa época de mi vida, así se cerró una etapa, ahora había que pensar en la etapa universitaria de lleno. Tomar lo bueno y olvidar lo malo de mi pasado. En efecto algunos meses después supe que Eric se había ido con su novia a estudiar cine en Inglaterra. No podía ser de otra manera, lo había hecho a costa mía, con el dinero que me correspondía.

Quizás para terminar este capítulo, sería convenirte relatar una ultima experiencia.

De vuelta a Santiago desde Villarrica con mi familia, en una vans; yo iba durmiendo y al despertar me encontré solo dentro del vehículo, miré por la ventana y estaba frente a un restorán en la carretera. Me bajé y a los pocos pasos me di cuenta de que se trataba de Concepción, conocía ese lugar.

Lo recuerdo muy bien, era una mañana soleada, caminé y en los vidrios de la puerta del local vi mi reflejo. Tenía el cabello relativamente largo, usaba patillas, bigote al estilo Frank Zappa y unos tres días sin afeitar; llevaba jeans apretados, zapatos cafés, una camiseta blanca gruesa con mangas largas de cuello redondo y tres botones a la altura del cuello.

Entré al lugar empujando la puerta, vi a mi mamá con mi hermano menor comprando el diario y cosas para comer. Caminé hasta el centro del local y me estiré como recién levantado y sin pensarlo mire hacia un costado y ahí estaba ella, una niña preciosa. Estaba leyendo un libro, sentada en una de las mesas del lugar junto a una ventana y un rayo de sol caía graciosamente justo sobre ella produciendo en mi interior una sensación de paz pocas veces experimentada. Ella era pequeña y frágil, ojos grandes y expresivos que en ese minuto estaban transpuestos en la lectura. Su cara que tenía la forma perfecta, su cuello, su cabello cortó y todo su cuerpo era como yo había dicho alguna vez, una brisa, una vibración, una pulsión, un ritmo, una suave y arrulladora música. Estaba sentada de manera inocente con las rodillas jutas y las puntas de los píes pegadas y los talones separados; llevaba unos zapatos cafés gastados y jeans azules igualmente gastados. Arriba llevaba puesta una de esas blusas hippies blancas, dejando unos suaves y bellísimos hombros completamente desnudos.

Había ya decidido acercarme cuando un grupo de personas llegó a la mesa. Era su familia, pensé, así que eso me detuvo.

–¡Iker! –escuche decir a mi mamá.

–¡Qué! –exclamé asustado, dando un salto.

–¿Qué pasa? –dijo riéndose de mi reacción.

–Nada. Creo que estaba sonámbulo.

–Ja, ja, ja –rió mi madre – ya sonámbulo, nos vamos.

–Está bien –concluí.

Mire a la niña por ultima vez, y me fui del lugar.

Mientras miraba por la ventana de la vans los relajantes paisajes, pensé que no había nada de que arrepentirse en aquella situación. Pero tenía un valor, valor de saber que yo, el pequeño Iker, finalmente si tenía la capacidad de enamorarme. Eso pensé antes de cerrar los ojos y dormir nuevamente.

En el atardecer del verano caminare por los senderos

Soñador, no hablaré

Pero el amor infinito invadirá mi alma

Y partiré lejos, muy lejos

Feliz, como en compañía de esa mujer.

Corto Maltes